¿Quién es Zinedine Zidane? El problema es, tal y como señalaría Heidegger, una cuestión esencial sobre el Ser. Zidane ha representado para millones de personas una pantalla privilegiada donde proyectar una experiencia sublime del triunfo a un nivel que podríamos definir de "sobrehumano". Pero alguien que personifica el Ser no sólo recibe las proyecciones del lado más amable de la existencia sino, y sobre todo, las más ocultas y reprimidas en directa conexión con la agresividad y la ira. De esto los héroes llevan sabiendo desde que lo son. Ellos son tan extremadamente diferentes al resto de los mortales que también exacerban, radicalizándolas, determinadas actitudes habitualmente confinadas en los oscuros territorios de la sombra. El último partido de Zidane fue de una belleza luminosa, cegadora, cruel y terrible: una verdadera tragedia griega. Si alguna vez un rectángulo de juego estuvo llamado a convertirse en escenario simbólico del profunda drama humano, asaltado por las oscuras e impredecibles corrientes de la pasión, el azar, la subterránea pulsión, el abismo de la derrota, las amargos senderos del impulso incontrolable, la caída y la redención, ese lo fue, sin duda, el que albergó la final del mundial futbolístico y que sirvió para que el gran mito zidánico colgase las botas grabando su leyenda con el infernal fuego de la amargura. Según el no menos legendario filósofo alemán uno consigue verdaderamente ser quien es, tomar absoluta posesión de sí mismo, a través del hecho incontrovertible de la muerte. Un milímetro, un golpe de viento, la desobediente casualidad pudo otorgarle la inmortalidad omniabarcante del Dios Único si aquel espectacular remate de cabeza hubiera quebrado la cortina de aire que se transformó en muro invisible cuando una milagrosa mano de Buffon logró despejar el esférico por encima del larguero. Sólo un desplazamiento imperceptible más y Zidane hubiérase metamorfoseado en el artífice del paraíso aquí en la Tierra. Pero el destino es caprichoso y también suele reservar sorpresas mayúsculas a los que se atreven a desafiar todas las leyes de lo humano. Los héroes han de sufrir tanto los impredecibles embates de la mala fortuna como los complejos impulsos ambivalentes, llenos de sinuosidades y matices, que les impelen al logro de cuotas inimaginables para el resto de los mortales. Grandeza y miseria, coraje y decepción, culpa y redención, todos los pares dialécticos en una vida, en un hecho, en la concreción de un acto fruto de la genialidad y la ira. Zidane es Aquiles ciego por la venganza que ha de aplicar instantáneamente contra aquel que ha osado cuestionar su grandeza moral. Porque esa grandeza no consiste en ser perfecto, en la bondad platónica e inexistente de un dios de las ideas, sino más bien en la imperfección matérica de un talento sublime que ha de confrontar continuamente los límites de su genio con las determinaciones implacables de un medio hostil. La tarea de Zidane ha sido la del héroe inmortal cuya figura arquetípica ya ha viciado sus venas hasta devorar su propio instinto de supervivencia: buscar la inmortalidad aun a costa de la propia destrucción. Con Zidane hemos recuperado la enormidad trágica y olvidada de las grandes épicas clásicas y gracias a su fuerza, su determinación, su prodigioso arte, su poderosa humanidad y su no menos fulminante ira hemos podido revivir, aunque no sea más que a nivel imaginario, la gloria, caída y redención que toda gesta mítica que se precie siempre conlleva. El hombre abandona definitivamente el territorio efímero de la fama para ingresar con todo merecimiento en el más sombrío y sin embargo mucho más permanente de la leyenda. Y las leyendas son tan oscuras como atrayentes, pero siempre iluminadoras. Así pues Zidane, efectivamente y lejos de los pobres mortales llamados a la gris sepultura del tiempo, ha desaparecido para llegar completamente a ser.