Verdad-ERA-Ficción
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Verdad-ERA-Ficción

Una reflexión sobre el estatuto ficcional de la Verdad.

8 feb 2008

Verdad-ERA-Ficción

La Verdad siempre tiene la estructura de una ficción. Eso al menos es lo que afirmó Jacques Lacan y en lo que estoy completamente de acuerdo. ¿Por qué si no, habríamos de sentirnos tan fascinados por aquello que continuamente se nos narra y se nos presenta como definitivo? Veamos qué sucede al colocar a continuación el archifamoso microrrelato del escritor Augusto Monterroso, que dice tal y como ya habréis leído en alguna ocasión (y quien no lo haya hecho mucho mejor porque tiene la oportunidad de dejarse sorprender de forma muy grata): "Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí."

A vosotros os pregunto, sí, a todos vosotros que sois legatarios del relativismo cuántico circundante, ¿no es posible acaso establecer un completo relato del mundo, del hombre y del Universo a partir de tan corta, sólo en apariencia, premisa? Una frase que lo contiene Todo. Una escueta sintaxis capaz de abrir en nosotros una abisal grieta de sentido de la que puede surgir la consecuencia de todo y todo como pura consecuencia. Un antes y un después, un Tiempo Eterno habitando unos cuantos significantes en una cadena arbitraria.

Continuemos leyendo lo que nos dice al respecto Michel Pastoureau, prestigioso historiador, archivista y paleógrafo: "El pasado que intentan reconstruir los investigadores cambia todos los días, según los nuevos descubrimientos, las nuevas preguntas, las nuevas hipótesis. En cambio, aquel que algunas obras de ficción ponen en escena adquiere a veces un carácter inmutable, arquetípico, casi mitológico, en torno al cual se constituyen no sólo nuestros sueños y sensibilidades, sino también una parte de nuestros saberes." ¿Cabe realizar una afirmación más contundente, más verdadera también, acerca de las limitaciones de la historiografía para acceder a la profunda verdad que habita en el corazón de los hombres? Narrar y narrar como la única fuente de ingresos para nuestras arcas vacías de saber, contar y contar como el único modo de establecer aproximadas soluciones a las infinitas ecuaciones diofánticas planteadas por una realidad con innumerables incógnitas por aclarar.

Tal vez por ello o no, tal vez porque me siento invadido por un ignoto e incognoscible impulso de conocimiento que me conduce hacia territorios marcados, signados por la inútil pretensión de establecer difíciles conexiones entre la vida y la sabiduría, me embarco a continuación en una nueva aventura de ficción, contemplativa pero reflexiva, racional y emocional, artística.

Hay algo que me conmueve en todos y cada uno de los cuadros que contemplo. La visita guiada es una ayuda complementaria pero es necesario desprenderse más tarde de todo cuanto hemos escuchado hasta ese momento y atisbar nuevas revelaciones a partir de las impresiones que vamos recibiendo a través de un recorrido más heterodoxo. Claro que el marco interpretativo ya está dado, es el de Robert Rosenblum, y eso (como muy bien ha comentado el lingüista George Lakoff en su reciente "No pienses en un elefante") condiciona la forma de pensar y, en este caso, de ver. Se trata en esta oportunidad de acceder mediante la representación de un determinado tipo de paisaje a la experiencia de lo sublime. Pero ¿qué es eso? ¿De qué categoría estética estamos hablando? Tendríamos que remontarnos al movimiento romántico del XIX para conceptualizar esta problemática. Y qué mejor que traer a colación las palabras filosóficas que establecen las coordenadas desde las que dar el salto hacia el descubrimiento formal de Rosenblum.

"Todo lo que resulta adecuado para excitar las ideas de dolor y peligro, es decir, lo que es de algún modo terrible, o se relaciona con objetos terribles, o actúa de una manera análoga al terror, es una fuente de lo sublime; esto es, produce la emoción más fuerte que la mente es capaz de sentir", nos dirá el pensador Edmund Burke sobre el origen de la emoción asociada a la experiencia de lo sublime.

La otra clave para atrapar su sentido nos lo proporciona acaso el filósofo más influyente para todo el pensamiento del siglo XX, Inmanuel Kant, que clarifica la cuestión de esta forma tan soberbia: "Lo bello en la naturaleza se refiere a la forma del objeto que consiste en su limitación; lo sublime, al contrario, puede encontrarse en un objeto sin forma, en cuanto en él, u ocasionada por él, es representada una ilimitación y pensada, sin embargo, una totalidad de la misma" (la cursiva es mía).

Demos ahora el turno de palabra escrita al crítico de arte de cuya obra (compendio de importantes conferencias) surgió el proyecto para este inusual recorrido entre tiempos y espacios.

La perspicacia de Rosenblum le hizo detectar un cambio estructural importantísimo, concluyendo que "en el norte protestante, mucho más que en el sur católico, iba a tener lugar un tipo distinto de traducción de lo sagrado a lo profano, en la que nos parece sentir que los poderes de la divinidad han dejado en cierto modo la carne y el hueso de los dramas del arte cristiano para penetrar, en cambio, en los dominios del paisaje".

Rosenblum además afirma que "efectivamente, una confrontación tan apabullante con una ausencia de límites en la que también experimentamos una totalidad igualmente impactante es un motivo que vincula continuamente a los pintores de lo Sublime con un grupo reciente de pintores norteamericanos que busca lo que podría denominarse lo abstracto sublime".

Y es que para él "la línea que va de lo sublime romántico a lo sublime abstracto es una línea quebrada y tortuosa". El productivo enlace se ha establecido.

Me parece además muy adecuado un comentario acertadísimo que el escritor Antonio Muñoz Molina hizo al respecto cuanto intentaba resaltar ese misterioso aspecto que ofrece toda mente creativa cuando descubre esa, precisamente esa conexión oculta que hasta el momento había pasado desapercibida para el resto de los mortales y que a partir justo de ese momento abre nuevos y desconocidos horizontes de sentido. Lo que antes era un asunto ni tan siquiera perceptible, no capturable desde las coordenadas interpretativas del marco sociocultural dado, ahora llega a la superficie de una forma tan evidente que asombra no haberlo visto desde el principio. Veamos pues lo que nos dice Muñoz Molina: "Una intuición reveladora es la que conecta en un fogonazo detalles o experiencias que parecían ajenos entre sí, mostrándonos a través de la semejanza sus cualidades más profundas, las que no advirtió una mirada distraída, o poco adiestrada". ¡Eureka! Y aun así podríamos añadir un comentario muy pertinente sobre la posibilidad de dar con esa intuición y ver las redes de conexión subterráneas entre acontecimientos aparentemente distantes y sin relación manifiesta. Nos aseguraba Fernando Pessoa que "ver es haber visto". ¡Claro que sí! Es imposible descubrir esas nuevas interconexiones de sentido entre fenómenos distantes si no se conoce con detalle toda la tradición de la que proceden y a la que sirven de soporte. ¿Cómo sería posible si no establecer puentes de comunicación entre lo nuevo y lo antiguo de un modo que resultara feraz para los descubrimientos, innovaciones, hechos acontecidos y obras del pasado en un interminable y productivo camino de ida y vuelta? ¡Es que el pasado está aquí mismo en cada presente que vivimos o imaginamos, en cada decisión por la que optamos o que finalmente obviamos por considerarla inadecuada! No es posible inventar nada a partir de la nada, así de sencillo. De ahí que esa perniciosa obsesión infantil que acosa a nuestra vertiginosa, líquida e hiperacelerada sociedad del megaconsumo se nutra de una gigantesca falacia, la que a la postre produce un foco de insatisfacción tan enorme como las ingentes bolsas de pobreza mental y material que es capaz de generar. Y de nuevo nos hallamos en el dédalo construido con los muros de una verdad incómoda, porque toda verdad que se precie de serlo efectivamente lo es, incómoda por lo que dice, lo que deja de decir, lo que omite voluntariamente y lo oculta sin proponérselo. ¿Cómo una gran metáfora de la mentira? Mejor como una gran alegoría de la Ficción.

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