Otra orgía de efectos especiales
Michael Bay se lo pasa como un niño espectacularizando la catástrofe en un filme que agota las posibilidades de la franquicia con una pormenorización visual todo tipo de explosiones y demoliciones digitales.
El cine de Michael Bay no engaña a nadie. Podría decirse incluso que es honesto. Sus películas abrazan sin rubor la grandilocuencia megalómana de un visionario que suele confundir efectismo y artificiosidad con cine épico para transformarlo en un espectáculo de McMenú saturado de corolario comercial. Su perspectiva cinematográfica se forja a golpe de efecto digital, siendo éste el sello de unas tramas que devienen en ilustrativas paradigmas moralistas genuinamente yanquis. Esta ‘Transformers: el lado oculto de la luna’ no rehúsa a su condición de ‘blockbuster’ y se define por la bagatela de sus predecesoras con un guión de tiralíneas escrito por Ehren Krueger, que devuelve la eterna batalla entre los Autobots y los Decepticons.
La cosa esta vez es darle un poco de revisionismo ficticio a la Historia, situando el arranque de su tercera entrega en 1969, durante el transcurso de la misión Apollo 11, con Neil Armstrong y Buzz Aldrin descubriendo el anverso oculto de la luna, lugar donde se esconde una astronave cibertroniana llamada el Arca y pilotada por Sentinel Prime, que no es otro que el líder Autobot de Optimus Prime. Es el objeto de la situación crítica que décadas después vivirá la Tierra, de nuevo con el joven Sam Witwicky como intermediario en las catastróficas disputas de los Transformers. Bajo esa simbología de vehículos y armas que representan parte de la idiosincrasia estadounidense, con loas a la libertad y unos pocos giros que doten de algo de emoción a una historia que, no nos engañemos, es para lo que es. Aquí Bay se supera así mismo y por supuesto que lo hace en un estrato de desbordamiento digital, ofreciendo al público una orgía de efectos especiales que no pierde de vista la vacua pretensión de subrayar su intrascendente moraleja patriótica y heroica.
Para Bay el cine es como ese juego de niños en el que todo es posible, con un entendimiento de artefacto escapista casi sistémico en cuanto a planificación y realización consumada de un enajenado alucinador de masas. La diversión cinética, en cuanto a espectacularidad, impone una recreación escandalosa y rimbombante de la destrucción del mundo ¿Qué no hay atisbo de una historia coherente? No pasa nada, para eso está esa ideología fílmica fluctuada hacia la destrucción gratuita, pormenorizando todo tipo de explosiones y demoliciones digitales, con cristales y fragmentos saltando por los aires en dirección a cámara para realzar el sentido del 3D dentro de una función de planos imposibles, de metales crujiendo, de olor a gasolina, de persecuciones de coches, de piruetas, disparos y choques.
Para ello, qué mejor que intentar darle algo de épica, si no puede ser por la esencia de la historia, pues con una partitura a lo ‘Inception’ compuesta por uno de los pupilos de Hans Zimmer, Steve Jablonsky. El mejor ejemplo de esto se traduce al final de la cinta, a lo largo de casi una hora, con la recreación lúdica de una ciudad como Chicago demolida con cierta fruición, donde, más allá de daños colaterales, se impone la espectacularización de la catástrofe, como si Bay tuviera una pugna privada y desconocida con Roland Emmerich para bien quién devasta y arruina una urbe mejor.
Sin embargo, no hay que darle mucha importancia. Tampoco se puede tomar muy en serio cualquier derivación argumental más allá del tópico de género hipertrofiado de Un Bay cegado por la ambición visual, carente de inventiva, donde no existen las leyes de la coherencia o la verosimilitud. Pero ni falta que hace. El sentido de la narración y la puesta en escena para Bay es así. Un páramo de albedrío donde hacer lo que quiera, sin cortapisas de ningún tipo, donde importa tanto que ondee la bandera de Estados Unidos como las escandalosas batallas automovilísticas, militares y entre robots, así como que la explosiva chica luzca sin perder su destilación sexual amplificada.
La descompensación y desequilibrio puestos al servicio de un metraje que se alarga hasta las dos horas y media suponen un escenario perfecto para la algaraza mastodóntica de ese humor a golpe de ‘gag’ absurdo, de tiempos muertos para dejar espacios en blanco, para que la chica florero que luzca sus encantos o que la acción sin lustre ni elocuencia evidencie un torpe discurso sobre el antagonismo de los Transformers, que son catalogados en dos colores básicos para que el público no se pierda; los de Optimus Prime y Autobots en gamas variadas de azul y los del malvado Megatron y sus Decepticons de sospechoso rojo infierno. Una dicotomía infantil muy adecuada para diferenciar a esos Decepticons que sueñan con la tiranía y los Autobots, que luchan por la libertad.
Por lo demás, lo de siempre. Shia LaBeouf ya no resulta tan entrañable como en las dos anteriores entregas y aquí parece cansado de tanto ajetreo, exhibiendo un rostro alucinado de gesto gástrico. Tampoco aportan mucho los habituales de la franquicia Josh Duhamel, Tyrese Gibson y John Turturro. Y lo que es peor, ni siquiera los fichajes de calidad (Frances McDormand, Patrick Dempsey o John Malkovich) pueden hacer nada por evitar que todo resulte como una atracción de feria. Y sí, dirán lo que quieran de Rosie Huntington-Whiteley, pero para búcaros de ornamento se echa de menos a Megan Fox como objetivo del realizador de ‘fetichizar’ a una mujer despampanante.
‘Transformers: el lado oculto de la luna’ podría definirse, como señala A. O. Scott en ‘New York Times’ como una fanfarria de “homoerotismo metalizado” de los transformers. La divinización de un cine post-humano donde no cabe la sutileza, llevado más allá de los cánones del séptimo arte hasta mecanizar su alma y su propósito, hasta transformar su cine en una máquina metamorfoseada por gran tonelaje de efectos especiales y manifestar, con aires de grandeza, lo que el trabajo de los efectos generados por CGI es capaz de lograr.
Miguel Á. Refoyo "Refo" © 2011