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Comenzamos un nuevo año cargado de proyectos y muchas ilusiones a cuestas. Tal vez todo parta del mismo error de principio: nos empeñamos con tozudez en mirar demasiado hacia el futuro, proyectándonos una y otra vez en imágenes idealizadas que a la postre sólo acaban devolviéndonos reflejos distorsionados de nosotros mismos.

11 ene 2007

   Comenzamos un nuevo año cargado de proyectos y muchas ilusiones a cuestas. Tal vez todo parta del mismo error de principio: nos empeñamos con tozudez en mirar demasiado hacia el futuro, proyectándonos una y otra vez en imágenes idealizadas que a la postre sólo acaban devolviéndonos reflejos distorsionados de nosotros mismos. Hoy mismo mientras observaba un ejército de esclavos taciturno y cabizbajo dirigiéndose sin entusiasmo perceptible a su puesto numerado de trabajo he visto en sus caras desdibujadas por el sueño un mensaje proveniente desde la anónima colectividad que allí nos encontrábamos, unos pocos sentados, los más de pie, dentro de un vagón atravesando un paisaje posindustrial decadente y fantasmagórico, y cuyo sentido no era otro que el de ofrecernos una evidencia irrefutable al entendimiento: en la masa no puede aparecer jamás grandeza en la superficie visible; tan sólo es posible hallarla dentro del alma de cada uno de los seres que la componen. Y este hecho se repite inexorablemente, con precisión lógica, para cada aglomeración de individuos que aparecen unidos para la consecución de un determinado objetivo (más o menos transitorio) o para cada grupo al que nosotros podamos otorgar unidad simbólica mediante el uso deliberado de algún concepto abstracto. El ser humano, dios de la contradicción porque la contradicción forma lo más constitutivo de su esencia, se mueve en esa desgarradura que tira de él hacia el gregarismo al tiempo que le expele hacia una búsqueda liberadora estrictamente individual e individualizada. Esa oscilación permanente entre los polos individual y social siempre conlleva consecuencias para el actor que se balancea sobre un fino alambre a cuyos pies se abre una sima de indecisión. La aproximación a cualquiera de los extremos produce algo así como un lento deslave que tan mal se compadece con la necesaria energía para la observación y la crítica. La pérdida de sólida referencia puede también observarse y de manera muy especial en lo tocante al tema de las propias creencias religiosas.
Ahora, cuanto más me adentro en la suculenta novela del reciente premio Nobel de literatura Orhan Pamuk titulada "Nieve", fenómeno meteorológico que utiliza con brillantez para ilustrar infinidad de sugerentes metáforas, más me reafirmo en la similar conclusión a que diferentes estudiosos del tema religioso han llegado procedentes de vías e influencias harto disímiles: que el camino de la salvación pasaría mucho más por la acción bondadosa dirigida a los otros que por un acceso racional a la opaca idea de Dios. De hecho, y por lo que he leído hasta el momento, la ambigüedad que define al personaje principal de la historia se basa precisamente en esa disyuntiva irresoluble entre experiencia interior inefable y cristalización doctrinal visiblemente institucionalizada. Pero se trata de un poeta y las afirmaciones sobre Dios adquieren siempre una dimensión poética de clara raigambre existencialista, precisamente a través de unas vivencias muy personales que puedan permitir relativizar cualquier ideario utópico relacionado con el uso indiscriminado de la violencia. Nada puede justificar la destrucción de una sola vida al amparo de un objetivo perteneciente a un grupo cuyo método para conseguirlo esté fundamentado en la utilización del asesinato como articulación de la acción.
Algunos hombres, tal y como parece sucederle al protagonista de "Nieve", nos planteamos la posibilidad de existencia de un "Dios atento a la simetría oculta del mundo"; un Dios que "está fuera, en la noche vacía, en la oscuridad, en la nieve que cae en el corazón de los miserables". El asunto no presenta una resolución sencilla, en realidad no existe tal. Lanzando la mirada sobre un mundo dominado por la corrupción, la violencia y el Mal, en todos sus formas y variantes, ¿qué puede hacer el hombre moderno, posmoderno, transmoderno, líquido, posficcional o como coño se llame? Sólo una actitud de profundo respeto por el sufrimiento ajeno, por las víctimas de cualquier violencia ejercitada desde cualquier poder (mayoritario o minoritario, tanto da), puede darnos acceso a una auténtica compasión que mueva a una acción no signada por el cinismo o el escepticismo, pero tampoco repleta de una ignorante ingenuidad de adánicos rastros (verborrea progre o eclesial).
Comencemos, pues, esta nueva singladura bien pertrechados de fortaleza y conocimiento, con el ánimo renovado e imbuidos de un espíritu luminoso y joyante que haya de ungir una nueva forma de experimentar la realidad, de colocar una muga para el helado materialismo imperante, de extraer un botalón para una requerida navegación de emergencia. ¿Mantener entonces la creencia en unas convicciones que continuamente se finge infiel? El pensamiento como ready-made inocuo expuesto a la apreciación de la ideología estética o también, parafraseando a Zygmunt Bauman, una especie de combate blando dentro de una modernidad totalmente licuada...
 
Deepa Mehta: AGUA (2005). De la aclamada trilogía que la directora india ha realizado a partir tres de los elementos básicos de la vida, rescatamos la última entrega para rendir un sincero homenaje a la que sin duda resulta ser con todo merecimiento una obra valiente y singular, perfectamente reconocible y atravesada por todo un discurso crítico sobre el lamentable estado de la condición femenina en una sociedad anclada todavía en unas convicciones tan represivas como supuestamente sagradas. En la obra que reseñamos, "Agua", donde el mensaje subversivo concierta a las mil maravillas con un preciosismo estetizante no exento de un cierto lirismo con regusto naturalista, el coraje de la realizadora nos enfrenta directamente, sin concesiones sensibleras, con la deplorable situación que la mujer india y viuda ha de soportar simplemente por el hecho de serlo, hasta el punto de ser cruelmente transformada en un ser apestado que la hipócrita sociedad utiliza como chivo expiatorio, siempre para su propio beneficio explotador y machista.
Si bien la acción transcurre en el año 1938, en plena efervescencia del discurso pacifista de Mahatma Gandhi, también de marcado tinte nacionalista, no es menos cierto que los hechos mostrados pueden extrapolarse a la época más actual sin demasiados problemas, cosa de la que deja constancia el propio epílogo escrito de la cinta. Según determinados textos sagrados de la tradición hinduista, la mujer sería objeto de exclusiva pertenencia al marido y esto de tal manera que si éste falleciese –da igual momento o circunstancia- su esposa también habría de morir de alguna forma en vida, pues desde ese preciso instante habrá de recluirse y existir pagando el precio de un pecado no cometido, enterrando sus deseos y renunciando a una posible felicidad futura. ¡Y el matrimonio puede ser contraído cuando la mujer cuenta con tan sólo unos pocos años de vida! Un delirio demencial que escudándose en las prerrogativas divinas sirve de pretexto para la explotación económica y sexual de unas mujeres abocadas a un grado de sufrimiento en muchos casos decididamente inhumano. La extraordinaria película de Mehta tiene el interés añadido de observar la transformación interna de un memorable personaje femenino, cuya conciencia cada vez más abierta a una injusta realidad que se le va imponiendo, entra en flagrante contradicción con una fe heredada, rancia, acríticamente asentada en leyes ancestrales manipuladas por los hombres para sustentación exclusiva de sus privilegios. Pero "Agua" es mucho más que una historia circunscrita a unas condiciones socioculturales muy concretas. La obra de Mehta es además un tratado simbólico, de gran hondura poética, sobre la fuerza purificadora del entorno y transformadora del espíritu que permanece latente en cada uno de nosotros cuando nos atrevemos a utilizarla más allá de su restringida función de supervivencia. Y en este sentido el agua como elemento se convierte en manantial, en río vital de rebelión interior igualmente identificable en el Río (a la memoria también la clásica película del maestro Jean Renoir) que sirve de testigo ambiental, casi participante se diría, en que diariamente los habitantes lavan sus miserias para renovarse algunos y morir poco a poco los demás. Una bellísima película que nos aproxima con acierto a las cristalinas fuentes de donde mana el incontenible anhelo por la verdad y la justicia.

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