La dolce vita es una de esas obras maestras que crecen con el tiempo porque ellas mismas han hecho posible un determinado tiempo, a la vez que en su día supieron vaticinar con indudable éxito toda la realidad de un futuro que por entonces resultaba tan amenazador como incierto. La indagación lúcida y clarividente del gran Federico Fellini produjo una obra de arte mayor que diagnosticó con precisión quirúrgica la enfermedad psicológica, sociológica y antropológica del urbanita posmoderno aquejado de la pérdida sustancial de empaque moral, consistencia ideológica y valores reconocibles. Un hombre light, espectral, carcomido por un imperativo categórico de Goce que le impele continuamente hacia una renovación continua sin otro aliciente que la novedad misma como valor absoluto de comparación, convertido en accesorio de sí mismo y fundamentalmente para los demás, agobiado por un vacío existencial que no logra colmar mediante un consumo compulsivo de productos e imágenes, abocado a la adoración infructuosa de ídolos imaginarios incapaces de proporcionarle el consuelo y la tranquilidad demandadas, entre otras cosas porque el valor de la quietud, del reposo y la lentitud son conceptos apestados, puros anatemas, por oponer resistencia a los intercambios y desplazamientos vertiginosos entre objetos y personas (ya prácticamente cosas indistinguibles). Dicho esto, veamos de qué trata, cuál es el desarrollo en breves y gruesas pinceladas y a dónde arriba la sabiduría del maestro italiano.
Marcello Mastroianni compone un personaje de esos que solemos adjetivar de memorable. Mantiene una relación patológica (colusión dependiente materno-filial) con una joven cuya máxima aspiración se reduce a intentar convertirle en futuro padre de familia bien amoldado a unas normas de comportamiento consideradas adecuadas por convencionales. Su resistencia es feroz. Marcello ama la literatura, es inteligente y crítico, pero sólo sabe oponerse a las demandas de normalización a través de una huida hedonista y superficial de efectos narcotizantes y sin objetivo emancipador identificable a la vista. Se trata simplemente de un oponerse casi sin esfuerzo, un dejarse llevar dentro de una corriente que aparece (por haber sido así deliberadamente categorizada por el mismo sistema al que parece contraponerse) llena de rebeldía, y que sin embargo es profundamente sancionadora de los valores deshumanizadores y opiáceos vigentes. La noche con sus sombras, disfraces y desencuentros, ofrece la pantalla perfecta donde proyectar los sueños rotos y toda una concepción artificiosa de la felicidad y las relaciones humanas, que inexorablemente cae por tierra con cada alborada, ofreciendo como contraste una miseria existencial imposible de ocultar a la de(v/b)eladora luz del día.
El complemento reflexivo, hondo, triste y profundamente desolador lo proporciona el particular amigo de Marcello (Steiner, excepcionalmente interpretado por Alain Cuny), que, como era de suponer conociendo el espíritu felliniano, no ofrece la solución fácil consistente en la oposición maniquea entre vida libertina y descontrolada vs. Famila y asunción de normas convencionales de contención del deseo. Al contrario. El amigo de Marcello tiene dos hijos maravillosos pero mira a la realidad de frente con mente y corazón inquisidores, como aquel Ray Milland con rayos X en los ojos, hasta el punto de comprender la inherente ingobernabilidad de la misma y experimentar un anhelo terrible de separarse del mundo, manteniéndose fuera del espacio y del tiempo, de marcar una distancia definitiva con la corrupción más representativa del género humano. Su solución es radical y terrible. Asesina a sus dos hijos y acto seguido se suicida. Incapaz de realizar un suicidio simbólico opta por el real, trasluciendo así un cierto sentido del sacrificio como el mejor modo de colmar el deseo del gran Otro, conjurando la sospecha de su inexistencia -implícita en la misma presuposición de un deseo del Otro-, mediante el acto paradójico y desesperado que trata de convertirla en su contrario. Por eso el suicido real no ofrece alternativa viable ni consuelo posible, porque en el fondo se trata de que el suicida intenta asumir con ese acto desesperado una Culpa Universal, excesiva, tratando de evitar (y consiguiéndolo para él mismo) que el gran Otro sea consciente de su propia impotencia, incoherencia y, claro está, inexistencia. El verdadero trauma es saber de la falacia del Otro, de su completa e inane absurdidad, y tal vez la culpa provenga de un fracaso inevitable, precisamente el resultado infructuoso del intento de reintegración dentro de un universo simbólico que le dé sentido. Claro que si la lucidez se impone y el trayecto de evasión no logra cerrar la fisura entre un residuo no asimilable por la lógica de lo simbólico y la propia identificación simbólica pretendida...
Y este hecho acaba por destrozar las últimas aspiraciones de Marcello, caído al fin en la inevitable desgracia de la levedad del ser, eligiendo la alternativa de una vida anárquica (eso es justamente lo que le aconsejó su amigo durante la última conversación que mantuvieron ambos) pero desprovista de cualquier atisbo de superación o crítica: la rebeldía nihilista de una marioneta que acepta la existencia de los hilos que la movilizan y, lo que es aun peor, la necesidad de un orden de cosas efímero e imprevisible capaz únicamente de regalar éxtasis impostados a golpe de azar y carne.
La honda desolación que desprende la película de Fellini sólo podrá ser combatida, tal vez, utilizando un humor corrosivo y un sentido muy evolucionado de la ironía capaz de ofrecer una gran risotada crítica frente a todos y cada uno de los engaños (sensibles e intelectualizados, profundos y superficiales, carnales y espirituales, progresistas y conservadores) con que sin descanso unos determinados tipos de ideología tratan de convencernos de que la dinámica vertiginosa del desgaste consumista es la única tabla de salvación dentro de un universo gélido y calculador, dominado por la mera razón instrumental, y otros intentan sin tregua oponerse a ese paraíso tecnopragmático mediante el uso fraudulento de verdades supuestamente absolutas dictadas desde la inexorabilidad de una razón espiritual superior. La candorosa mirada de la jovencita que ve alejarse a Marcello como si estuviera siendo desplazado por las olas del tiempo es el último reducto de inocencia que el maestro italiano parece querer interrogar antes de concluir su particular viaje hacia la noche. Respiro. Prosigo.
Un larga jornada que también me retrotrae al enorme personaje encarnado por Katharine Hepburn en esa "larga jornada hacia la noche" de Sidney Lumet, y que repite, en su particular odisea existencial, otra de las grandes creaciones del gran David Mamet vivificada para la ocasión por un excepcional William H. Macy que interpreta a Edmond en la película homónima dirigida por Stuart Gordon.
Al recordar el comienzo de esa tenebrosa senda de perdición que conducirá al personaje por una especie de laberinto nocturno infernal cuyo término no podrá (no podría) ser otro diferente a un pleno vaciamiento vital dentro de la más abyecta de las humillaciones imaginable, digo, pues, que al rememorar esa andadura y algunos de los giros inesperados con que la historia nos va sorprendiendo y sacudiendo, como al mismo personaje sumergido en el pozo lóbrego donde es agitado por una agonía convulsa, considero como preciosas y precisas las palabras empleadas por Thomas Hardy al describir en un momento determinado, bien avanzada ya su magistral, dura e implacable novela, Jude el oscuro, cuando es capaz de perfilar la evolución de su personaje poniendo en su boca la siguiente afirmación: "Me encuentro en un caos de principios, ando a tientas en un mundo de tinieblas, obro por instinto y sin seguir ninguna norma". Edmond se adentra casi si darse cuenta en un universo a caballo entre lo real y lo soñado, de pesadilla, dejándose llevar por una intuición caprichosa del destino, llamémosle azar fatalista, y tomando como oportuna una elección tan arriesgada como sumamente arbitraria, decidiendo en un momento de temeridad brutal tirar por la borda toda su anterior existencia de comodidad segura y previsible para adentrarse sin la habitual panoplia protectora en una búsqueda absolutamente incierta, sin finalidad previa, sólo motivada por el único deseo de proseguir hacia delante. ¿Hacia qué lugar u objetivo? No importa. La motivación básica de Edmond viene a constituirse en el despojamiento de vestiduras anteriores, pegajosas, construidas desde la cotidianeidad de una rutina opresiva que lo controla y define todo y que acaban convirtiéndose en una segunda piel indistinguible de la primera (en un carácter, en personalidad homologadora de lo público y lo privado), para ir de esta forma y progresivamente accediendo a un estado de mayor autodescubrimiento, autenticidad y, admítaseme el tópico, libertad. Tenebroso sendero éste. Porque ¿qué hallará Edmond una vez iniciado su particular periplo hacia sí mismo y la pretendida liberación de las cadenas atenazan su espíritu? Su idea inicial parece querer hacer buena una cierta filosofía de la liberación mediante la inmersión directa en los fangos más abyectos de la conducta humana, de sadiana raigambre y cuyo lema podría quedar adecuadamente resumido en la sentencia del poeta William Blake según la cual "el camino del exceso conduce al palacio de la sabiduría". Al intentar desnudarse de todo prejuicio o norma convencional y, sobre todo, trasladar ese nuevo estado mental y emocional a otros seres instalados todavía en la inercia impuesta por lo circundante, ahí es donde Edmond chocará frontalmente, de una forma brutal y desastrosa, contra una resistencia infranqueable que provocará en él una reacción marcada por la sangre y la violencia; un tortuoso camino hacia las sombras más amenazantes del alma humana, definido desde una desinhibición descontrolada, que le llevará a cometer un acto terrible por el que tendrá que pagar el alto precio de una redención imposible...
En verdad el de hoy ha sido un largo trayecto. Escucho noticias, leo reseñas, contemplo conflictos absurdos asentados en la ignorancia y la estrechez de miras, no me cabe duda de que las hipótesis hoy aquí exhibidas se corroboran días tras día con implacable exactitud. Busco aquel "efecto Zero" que con tanta brillantez destilaba el detective encarnado por Bill Pullman: una meticulosa observación y una actuación precisa. Siempre contra la mendacidad y la artería generalizadas. Pero hagámonos antes de apagar la luz estas dos preguntas: ¿quién es el cliente que fomenta nuestras investigaciones? ¿Y para descubrir o dilucidar Qué? ¿Destino o Azar? ¿Dios o Razón? ¿Tragedia o Drama? Nos asemejamos en nuestra ceguera, intentando desesperadamente penetrar en la reinante oscuridad que nos circunda, al ánima que Caronte transporta en un pequeño bote sobre la laguna Estigia, y que tan maravillosamente supo imaginar el gran artista e iniciador del paisajismo como género especializado dentro de la pintura Joachim Patinir (espero poder escribiros algo sobre la excelente exposición que le ha dedicado recientemente el Museo del Prado), con el gesto atenazado por el miedo e incapaz de discernir con claridad cuál será el destino final que nos aguarda.