Irrepetible
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Una semana más que constituye el último tramo hacia la consecución de un objetivo largo tiempo esperado y deseado. Mi mente es asaltada por un torbellino de emociones que me zarandea poderosamente y me hace lanzar unas ultimísimas reflexiones sobre un tema que ya había logrado absorber mis pesquisas con auténtica obsesión.

9 abr 2006

   Una semana más que constituye el último tramo hacia la consecución de un objetivo largo tiempo esperado y deseado. Mi mente es asaltada por un torbellino de emociones que me zarandea poderosamente y me hace lanzar unas ultimísimas reflexiones sobre un tema que ya había logrado absorber mis pesquisas con auténtica obsesión. Este tema no era otro que el de las grandes líneas de pensamiento ético que podrían servirnos para contextualizar con mayor grado de exactitud las posibilidades de articulación entre las decisiones personales y un hipotético componente estético inherente a las mismas. Un primer paso esbozado de esos grandes caminos también me dará pie a preparar la obligada ausencia del Rincón durante las siguientes semanas. Vayamos a ello.
Si por un lado nos hallamos con una dirección platonizante, acusmática, retomada luego por el de Hipona, Ockahm, y que mucho más tarde extendería su influjo hasta el protestantismo luterano, por otro nos encontraríamos analizando una línea mucho más tomista, de raíz aristotélica, y que atravesaría pensamientos como los de Alejandro de Afrodisia, Giordano Bruno y Baruch Espinosa.
La primera gran tradición alcanzaría también a una cierta lectura del Kant más ético, en clave pietista, donde una interpretación apodíctica del sentido del deber moral arrojaría como resultado una visión del deseo en clave negativa, pecaminosa, negadora del placer carnal y del goce, como ya he apuntado, indiscutiblemente protestante en un sentido posiblemente más calvinista que luterano. Según esta gran corriente exegética de la ética y el deseo, de la ética del deseo, ese Deseo entrañaría siempre un plus de riesgo frente al cual el hombre que lo padece haría bien en alertarse y mantener siempre una sana desconfianza. Dentro de estos planteamientos el Deseo entrañaría peligro, amenaza, sombra y engaño. Por lo tanto el hombre hará muy bien en poner entre paréntesis lo que él considera sus verdaderas motivaciones e intenciones y supeditarlas a algo considerado superior, es decir, un hipotético “deber” situado más allá de cualquier motivación personal. Sólo así le sería dado el logro de un cierto nivel de felicidad, de tal forma que los condicionantes materiales y corporales quedarían al margen del establecimiento de los ideales éticos.
La segunda gran tradición filosófica, en cambio, apostaría por una ética mucho más materialista y naturalista frente a la más formalista e idealista sostenida por la corriente platonizante. Esto se opondría frontalmente a una concepción ética dominada por la existencia de una razón trascendental que vendría dada por encima de las determinaciones materiales. Aquí la razón se obtiene, se construye, no es algo puramente dado, y esto entroncaría directamente con el pensamiento del ateo, republicano y siempre políticamente incorrecto Espinosa. Este príncipe de las ideas solventa el problema de la inmortalidad remitiendo la idea del alma a su sustrato corporal, siendo ésta no más que la proyección de la idea de sujeto sobre el atributo del pensamiento, algo así como una extrema consciencia del cuerpo sobre sí mismo. Pero lo curioso, lo verdaderamente llamativo es que para Espinosa la inexistencia de la inmortalidad no anula en absoluto la posibilidad de la eternidad. Paradójico, sí, pero sólo si la eternidad es concebida como algo diferente a lo que proporcionaría el sentimiento oceánico de entrar en sintonía con el Todo durante unos instantes plenamente presentes, por eso precisamente eternos.
Grandes cuestiones éstas que provocan en mi interior la necesidad súbita de experimentar un goce espiritual de dimensiones éticas y estéticas. Me sumerjo en los laberintos subterráneos de la decadente urbe y tras el monótono recorrido salgo a una superficie inundada por una luz crepuscular. Llego entonces excitado e impetuoso a la Iglesia de la Concepción de Nuestra Señora sita en el número 27 de la calle Goya de Madrid. Dentro del ciclo “In hora dolorosa” y con una brillantísima interpretación a cargo de la Federación Coral de Madrid ,dirigida por el experto musicólogo Ángel del Palacio García, y la Orquesta de la Universidad Rey Juan Carlos I, soy testigo de un acontecimiento musical inolvidable: el Stabat Mater Op. 58 de Antonin Dvorák (1841-1904), que el talentoso autor compuso en los años 1876-1877 y cuyo estreno tuvo lugar en Praga el 23 de diciembre de 1880. Es una obra profunda, doliente, sobria, desgarradora al mostrar todo el sufrimiento que podemos imaginar en una situación como la descrita por el poema medieval original escrito por el monje franciscano del siglo XIII Jacopone da Todi (1306). El compositor checo también había perdido a tres de sus hijos en tan sólo dos años y todo ese inmenso dolor provocado por la pérdida y la angustia está bien presente en el desarrollo de la transposición musical de ese sentimiento. La Madre, el propio Dvorák, llora con una aflicción profunda la muerte trágica del Hijo. Porque “¿quién podría ver sin dolor esa tristeza inmensa? ¿Quién podría ver sin emoción a la Madre compartiendo el tormento con su hijo?” Sólo el apoyo de un consuelo sobrenatural puede aplacar ese desgarramiento extremo y tan sólo por ese motivo pueda suplicarse que “la tristeza del Hijo atormentado se derrame en mi alma”, porque efectivamente “la Cruz encarna el amor por los sufrimientos”. Prosigo la escucha con el corazón palpitante: “Fac, ut portem” (soprano y tenor), “Inflamatus et accensus” (contralto), y por fin “Quando corpus morietur” (cuarteto vocal y coro), pasaje conclusivo en que surge un último rayo de esperanza en la forma de un ¡Amén! exultante y grandioso. He tenido que contener las lágrimas. Y mientras me embarga todavía una solemne emoción se produce una extraña asociación mental y me sorprendo pensando acerca de la verdadera sustancia de Dios.
Vuelo una vez más hacia las profundísimas y en muchos pasajes crípticas “Confesiones” de San Agustín y se forma poco a poco la imagen inconexa y amorfa del Infinito. Y esto me resulta extremadamente curioso (la existencia de las sincronías es indudable) porque muy poco tiempo después leo un interesante artículo de la escritora  y poeta Clara Janés (cuán emocionante resulta oír su narración sobre su premonitoria relación con el mítico eremita de las letras, el también checo Vladimir Holan) que relaciona con inteligente habilidad y perspicaz intuición el símbolo matemático que referencia al inasible concepto con el imaginario de dos serpientes entrelazadas, que simbolizarían ellas mismas, según Janés, la fuerza genésica, la resurrección del Universo, la Noche, el Enigma y lo Nodal. Pero a mí me sugiere además una marcha real-virtual a lo largo-a través de una banda de Moebius donde lo interior se transforma en exterior y viceversa en cada vuelta, y que nos serviría de metáfora perfecta para un cierto recorrido de la creencia, de la Fe. Un circuito espacio-temporal del deseo anudado a la dimensión imaginaria (de nuevo Lacan) que nos haría pasar una y otra vez por el mismo punto jamás idéntico a sí mismo, ubicado en una exterioridad que es a la vez lo más íntimo e interno que nos constituye. También entonces un eterno retorno de lo mismo en un viaje interminable sobre una superficie que se pliega para cerrarse sobre sí y dar como efecto un recorrido infinito. Tengo la sensación de que ese precisamente es el Destino de cualquier vida cotidiana instalada en la rutina de amor y labor. Por eso es preciso cambiar el significado profundo de ambos términos: el del amor, auténtico, sin restricciones, sin condicionamientos, sin espacio o tiempo que lo limiten, que dé como resultado un fruto con la potencialidad de paralizar el recorrido continuo e interminable de ese circuito de explotación sin fin. El acto amoroso con resultados puede interrumpir esa secuencia caracterizada por la monótona cadencia impuesta desde unas condiciones socioculturales tan frías y calculadas como insidiosamente perversas, para de esta forma subvertir el orden de los acontecimientos, y lanzar dentro del recorrido una singularidad explosiva, subversiva. Si la humanidad fuera consciente del tremendo Poder que ese acto de creación total, radical, conlleva para el contexto de quienes lo llevan a cabo, estoy seguro de que la Realidad ya se hubiera transformado en sentidos muy diferentes de los actualmente detectables.
Mi particular momento creador y el de Ella está a punto de realizarse en plenitud. El futuro es un desafío inquietante, absorbente, incierto. Aquí mismo hacemos un alto en el camino. El Rincón os hará llegar la buena noticia y os recomienda reflexionar asimismo sobre la Buena Nueva que la semana próxima quedará una vez más, de modo cíclico, dramatizada en una teatralidad que por fortuna no consigue despojarla de su auténtico e insondable enigma.
Sed buenos, visionad sin prejuicios obras tan importantes como sin duda son “La Palabra” de Carl Th. Dreyer, “La última tentación de Cristo” de Martin Scorsese, “El evangelio según San Mateo” de Pier Paolo Pasolini y “El evangelio de las maravillas” de Arturo Ripstein, “El Sacrificio” de Andrei Tarkovski y “Los comulgantes” del maestro Ingmar Bergman, meditad a continuación sobre el verdadero sentido del pecado y la justificación por la Fe, leed con ojos renovados el metafísico Evangelio de San Juan, escuchad por n-sima vez el Stabat Mater de Pergolesi, y finalmente enviad un beso afectuoso a quien desde su profundo y biológicamente inconsciente sueño está a punto de sufrir el gran trauma del Nacimiento.

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