INVENTA[RIOS] I
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INVENTA[RIOS] I

Pinceladas impresionistas sobre una cierta escritura interior

25 abr 2008

Conviene comenzar con algo de buena música. El tema "Apologize" original del grupo OneRepublic, remezclado y lanzado por el productor Timbaland, me sirve de base relajante dentro del ara de mi sanctasantórum hogareño, terne siempre en estólidos objetivos de concatenación final. Un monitor de 16 pulgadas sobre una pequeña plataforma de madera aclarada por un barniz que no tardará en despellejarse, que a su vez se halla encima de una bonita mesa ocre con bordes redondeados y patas metálicas con base negra. El minúsculo botón de la impresora permanece encendido y justo a su lado, apoyándose en su parte lateral derecha, una serie de discos de música clásica seriados por número y rematados por otros dedicados a la producción flamenca. Son obras de:

 

Canto Gregoriano.

Bach.

Handel.

Biber.

Marais.

Boccherini.

Corelli.

Pergolesi.

Monteverdi.

Arriaga.

Schubert.

Debussy.

Grieg.

Ravel.

Brahms.

Wagner.

Fauré.

Schönberg.

Ligeti.

Camarón.

Paco de Lucía.

Ketama.

Manolo Sanlúcar.

Sabicas.

Vicente Amigo.

A continuación un contenedor de CD con emblemáticos títulos de:

Poulenc.

Hildegard Von Bingen.

Guillaume de Machaut.

Carpentier.

Palestrina.

Monteverdi.

Buxtehude.

Allegri.

Cherubini.

Hummel.

Rachmaninov.

Jan Dismas Zelenka.

Tallis.

Bruckner.

y un par de recopilaciones de música renacentista y barroca, más "Le manuscrit du Puy" interpretado por el Ensemble Gilles Binchois, cuya dirección corre a cargo de Dominique Vellard.

El programa Winamp continúa funcionando de forma mecánica y pulso el icono que ejecuta la detención de la reproducción en curso. Abro un nuevo explorador, uno más de entre mil, y busco la carpeta que contiene el disco que el trío de Eliane Elías ha dedicado al pianista Bill Evans. Miro hacia arriba y alargo el brazo para girar hacia la derecha el botón del altavoz con los dedos pulgar e índice. La música comienza a expandirse por el aire de la habitación en olas melódicas, rompiendo en mis oídos, hacia delante, hacia atrás, y se produce en mi preconsciencia una conexión "fotogramatical" causada por esas notas procedentes de un instrumento capaz de resumir en sí mismo, en su propia estructura y sonoridad, todo el universo humano. Primero me viene a la mente el título "De tanto latir, mi corazón de ha parado" del año 2006, dirigida por Jacques Audiard y protagonizada por Romain Duris, nuevo y joven Molière en el cine, un actor al que he ido añadiendo grados de admiración de forma progresiva, precisamente desde que hace tiempo ya le descubriera en "Una casa de locos". La perversa fatalidad de los acontecimientos que recorre el filme remite a la determinación causal de ciertos aspectos incontrolables de la existencia. Esto me hace pensar también en la fallida "Cuatro minutos" del alemán Chris Kraus, con una tramposa actuación final, y la interesante "La última nota", también francesa, del realizador Denis Dercourt. Aquí la conclusión es una especie de epílogo que reitera lo que ya se sabe y redunda en lo innecesario. Sobra. El desenlace correcto lo imagino así: depositada la carta que provocará su inexorable triunfo (es la historia de una venganza largo tiempo gestada contra aquella profesora que al descentrar su atención durante el examen que iba a permitirle ingresar en el conservatorio provocó su nerviosismo, fracaso y abandono), la joven pianista vuelve a la casa de sus padres, saca la pequeña figura (guardada, escondida a muy temprana edad, cuando decidió dejar la práctica musical a causa de aquel examen fallido), abre la tapa, acaricia el teclado, y comienza a tocar... ahora volvemos a la escena original del trauma. Ella concluye la obra que está atacando y lo hace con exquisita corrección. Entonces la examinadora (actual objeto de su odio) se acerca a ella, sonriente, afable, y cuando parece que va a acariciarle el pelo, exhalar un leve suspiro y lanzar alguna lisonja, entonces, ¡zas!, cierra con un golpe brusco la cubierta sobre los dedos de la niña. Sonido seco, sordo, brutal. La pantalla ya está en negro y la película acaba. A eso me refiero con un final abierto a múltiples interpretaciones y perfectamente ambiguo. La conclusión más evidente: la venganza llevada a cabo con calculada planificación no resuelve el conflicto. A partir de ahí lo que se quiera o pueda. Tal y como sucede en otra nueva joya del cine coreano, "Simpatía por lady venganza" de Park Chan-Wook, responsable también de "Simpatía por el señor venganza" y la magnífica "Old boy", donde finalmente la vacuidad del acto vengativo conlleva la inutilidad de su goce. Pienso en otras cintas de relacionada temática;  la última muestra que he visto de cierto renombre y con escasa repercusión e importancia "La extraña que hay en mí" del irlandés Neil Jordan, me deja una sensación frustrante: culpa, redención, expiación. ¿Cómo gestionar todas esas emociones subterráneas? Puede que a través de meta-relatos referidos a la (im)posibilidad de reconstrucción de un pasado donde se cometió la atrocidad a reparar ("Expiación" de Ian McEwan y "Expiación" de Joe Wright), o quizás mediante la ejecución final de un acto simbólicamente reparador ("Teniente corrupto" de Abel Ferrara) que conlleva la propia destrucción de la existencia, ya muy tocada, aunque tal vez la autoflagelación periódica ofrezca resultados apetecibles (desmentida final de la conveniencia del remordimiento paralizador en "El Verdugo" de Berlanga, con guión del tristemente desaparecido Rafael Azcona). Azona, no se olvide jamás, fue un gran dramaturgo, novelista y guionista. Quiso desaparecer como en un sueño y dejar el legado de una obra irrepetible: "Belle époque" de Fernando Trueba, "El bosque animado" de José Luis Cuerda, "El cochecito" de Marco Ferreri, "El pisito" de Marco Ferreri", "La corte del faraón" de José Luis García Sánchez, "La lengua de las mariposas" de José Luis Cuerda, "Los girasoles ciegos" de José Luis Cuerda (a estrenar próximamente), "La escopeta nacional" de Luis García Berlanga, etc.

Dejo de teclear compulsivamente y alzo la mirada al frente. Veo un contenedor de pequeño tamaño y cáscara de color negro, con dos líneas rojas que rayan la superficie separadas entre sí por un arco de 180 grados, y que contiene: bolígrafos, rotuladores indelebles, una goma de borrar mordida, una regla con relejes, un tipex de aplicación manual, varios portaminas sin minas, un papel arrugado, unas tijeras que ya no cortan, una abrecartas dorado con el mango coriáceo y un pequeño abultamiento comienzo de la hoja con un nombre y una fecha grabados, ambos ilegibles.

En la esquina siniestra, en la porción de pared entre el muro y la ventana, pende un blasón de gules con dos pequeños puñales en cruz, recuerdo de un servicio poco honorable. Situado al bies, al girar sobre mí mismo 60 grados, un aparato refrigerador que en realidad bombea también aire caliente con sólo modificar los parámetros de configuración del mando a distancia, y a su izquierda un puzzle gigantesco que reproduce "El jardín de las delicias" de El Bosco, en tamaño gigante y dentro de un bonito marco que dibuja un motivo neoclásico.

Vuelvo a girarme y dirijo mi dedo índice hacia el pequeño saliente color plata responsable de que, al ser pulsado, se abra la solícita disponibilidad inmediata de música. Pero antes de introducir el compacto que tengo preparado detengo el programa Winamp, con los temas de Eliane Elías en plena reproducción en curso, y me paro durante un breve instante para rememorar las últimas obras de música sacra que he tenido oportunidad de escuchar en directo (se compone el disco que estoy a punto de iniciar del Stabat Mater y una Misa Dolorosa del compositor Antonio Caldara): dentro del Festival de música sacra de Getafe mi voluntad recupera dos nítidos recuerdos: el primero es un concierto con fragmentos de Réquiems famosos, concretamente los de Fauré, Dvorak, Donizetti, Mozart, Webber y Puccini; el segundo, la interpretación a cargo de la Real Capilla de Aranjuez de un motete de Claudio Monteverdi y de la Misa Solemne de Gounod. Pero estas músicas, no por ellas mismas sino por el nivel de interpretación exhibido, no han dejado toda la marca que yo, en un primer momento, supuse me causarían, y sin embargo sí que tuvo ese efecto el "Oficio de Difuntos" del compositor Mariano Rodríguez de Ledesma (1779 - 1847), que según el musicólogo malagueño Rafael Mitjana podía ser considerado como uno de los primeros músicos románticos europeos. Las diferentes partes de que se componen las misas de difuntos son las siguientes:

I. Oficio de Difuntos, RL 22

Invitatorio:

Largo-Andante

Allegro moderato

Allegro moderato

Allegro

Andantino

Andante

Largo-Andante. Antifona: Convertere

Lección I: Parce mihi

Andante. Responso I: Pecantem me

Lección II: Taedet animam

Largo. Responso II: Qui Lazarum

II. Misa de Difuntos, RL 3

Introito: Andante

Kyrie: Allegro moderatto

Gradual - Tracto

Sequencia: Allegro molto-Andante con motto

Ofertorio: Andante con motto

Prefacio

Sanctus: Largo

Benedictus: Andante

Agnus: Allegretto

Postcommunio: Andante-Allegro molto

Absolución: Responso Libera me

Allegro molto moderatto

La sensación es la de haber asistido a una representación perfecta. Pero la perfección es sin duda un concepto problemático a la hora de valorar la calidad de una obra de arte. Es que depende de lo que se entienda por tal. Si pretendemos concebir como perfecta a una creación que responda rotundamente y sin fisuras a determinadas cuestiones éticas o estéticas entonces habremos de convenir en que la mejor obra de arte o ensayo es aquel en que la imperfección habita su esencia, entendida ésta como la incompletud de su verdad, la posibilidad intrínseca de emitir sobre ella múltiples lecturas e interpretaciones inagotables. Eso es exactamente lo que deseo decir al respecto de la música de Ledesma. Tengo esa sensación de perfección incompleta que me anima a tratar de escucharla de nuevo. Que una cierta cosa nos provoque admiración o hastío procede en parte de su calidad intrínseca pero también de que nosotros sepamos adaptarnos a su propio ritmo interior. El cine es paradigmático a este respecto. Una cinta considerada habitualmente aburrida por una inmensa mayoría puede provocar el entusiasmo de quien sepa/sabe dar con la clave subyacente que anima su dinámica interna. Y viceversa. La admiración generalizada puede provocar el bostezo en aquel espectador incapaz de sintonizar con los dispositivos intrínsecos del mecanismo narrativo.

Es ahora cuando experimento un extraño deliquio sonoro, pero en silencio, y cierro los ojos dejándome transportar hacia las esferas donde la consciencia se funde con lo que bien podría constituir su lógica antinomia dentro del universo subjetivo. Ahora todo es de la misma tonalidad: blanco. No entiendo muy bien qué diantres puede significar ese color dentro de la consciencia y tampoco me importa demasiado averiguarlo. Mi mente establece un nuevo transvase (cambio el fluido del pensamiento de un determinado recipiente neuronal a otro) y me conecto con la última gran creación del hiperlúcido Denys Arcand titulada "La edad de la ignorancia". Asistimos a la particular odisea terminal de un menestral aquejado de acedía grave. La ensoñación y el retorno a valores medievalistas (orden y fe) no producen el resultado esperado. Sólo la fuga hacia el detalle oculto en la naturaleza puede proporcionar algo de paz, la abstracción en otra tarea inane para embestir, como buen pastueño, al engaño de la Muerte. Una forma de irse como otra cualquiera, cantando las tres ánades, madre.

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