FILMOLITOS (XII)
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FILMOLITOS (XII)

Nueva ración de nanocríticas.

15 nov 2011

FRAUDE de Orson Welles (1973)

Ser autor de una de las obras cumbre del séptimo arte antes de los 30 no debe ser un plato fácil de digerir. Al menos no lo fue para el mítico Orson Welles, que tras filmar y sacar adelante con no pocos problemas ese complicado proyecto llamado “Ciudadano Kane” vio peligrar seriamente su libertad expresiva, iniciando así un desencuentro con la gran industria hollywoodiense que se mantendría vigente hasta el final de sus días. Una personalidad inmensa, enorme, demasiado grande para habitar dentro de un universo reglado, conformada por una fértil imaginación y una pulsión creadora tan desmesuradas que seguramente fue la responsable de que en algunos momentos su inmenso talento se dispersase de una forma perjudicial e innecesaria. Aun así, este actor y director nos regaló un puñado de obras maestras incontestables entre las que sin duda se cuenta esta última “Fraude”, un ensayo cinematográfico lúcido e irónico acerca de la creatividad artística y sus muchas trampas y artificios. En un ejercicio de inteligentísima y provocadora autorreferencia, Welles diserta ante la cámara y los espectadores para ofrecer algunas de las claves por las que la ilusión fabricada puede llegar a ser considerada obra de arte. ¿Qué es copia y qué original en un mundo dominado por la repetición en serie y la falsificación de la vida? La vida entendida asimismo como simulacro, el arte imitando la vida y viceversa. Un guión prodigioso, complejo, denso, lleno de recovecos y matices, como un laberinto de imágenes donde la verdad se convierte en algo completamente indistinguible de la ficción que la fabrica, porque el Arte, y también como es lógico el practicado por el propio director, es un ejercicio de consciente prestidigitación donde la profundidad viene dada por las mismas apariencias que simulan un relieve inexistente o creado ex profeso para engañar la manipulable mirada del espectador.

 

LA QUIMERA DEL ORO de Charles Chaplin (1925)

Es complicado pensar en una recomendación mejor que esta auténtica joya filmada por uno de los grandes maestros de maestros, Charles Chaplin y su maravillosa y eterna “La quimera del oro”, una obra maestra total donde podremos deleitarnos una vez más con momentos inolvidables dentro de este arte que amamos con inusitada pasión. La degustación de la bota, el baile de los panecillos, la insondable tristeza de Charlot cuando entiende que su amada no vendrá, la dignidad insobornable de ese “hombrecillo” en medio de un baile donde todo el mundo le ignora, el ansiado final feliz… siempre nos es dado regresar a esa cuna de auténtica humanidad cuando todo parece desmoronarse a nuestro alrededor. Chaplin representa como nadie la desesperada esperanza en la condición humana, retratando toda su miseria pero también toda su grandeza, colocándonos siempre frente a un patetismo que nos hace reír porque en el fondo somos nosotros mismos los que también somos zarandeados continuamente por el destino. Un destino del que suele ser mejor reírse por no llorar. Así que, Chaplin, siempre gracias y en deuda con tu incomparable genio por haber rodado un puñado de obras de arte que continuarán deleitando y sorprendiendo a futuras generaciones de cinéfilos. Lo dicho, un clásico siempre moderno.

 

PIEL DE SERPIENTE de Sidnely Lumet (1959)

Cuando unen esfuerzos creativos dos talentos de la talla de Tennessee (seguro que puse una consonante de menos) Williams y Sidney Lumet el resultado, como no podía se de otra forma, está más que asegurado, y puede apostarse una buena cantidad a la ruleta del buen cine. Si a ello se añaden las descomunales interpretaciones de Marlon Brando, Anna Magnani y Joanne Woodward, bueno, entonces ya podemos comenzar a pensar en obra maestra o algo que se le aproxime. Yo no llegaría a escalar tales cotas, pero sin duda estaríamos hablando de una de las obras más considerables del recientemente desaparecido maestro, que cuenta con una poderosa fotografía en blanco y negro, y una puesta en escena sobria, seca, cortante, a la medida de un texto áspero que hurga sin contemplaciones en las zonas más oscuras y escabrosas del género humano, un género, por cierto, que merecería la pena transformar de cabo a rabo. Sin alardes pero haciendo buen uso de potentes obuses simbólicos (la piel abandonada, el vuelo continuo, la huida de uno mismo y la confrontación con el destino, por citar solo algunos significativos ejemplos), Lumet bombardea una realidad crispada por la violencia y los prejuicios para hacerla estallar no como una supernova sino más bien como un agujero negro que acabaría por engullir cualquier atisbo de luz o esperanza. Brando y una excepcional Anna Magnani protagonizan una terrible historia de amor sustentada sobre el odio, la necesidad desesperada de afecto y la posibilidad de la venganza, terminando en una tragedia que por previsible o anunciada no resulta menos impactante y conmovedora. Sírvanos además el disfrute de esta cinta para recuperar alguna otra joya filmada por este singular cineasta, caso de las extraordinarias “El prestamista” y “La ofensa”, historias ambas muy oscuras, densas, descarnadas y profundamente perturbadoras. Lumet, eternamente grande.

 

PAN NEGRO de Agustí Villaronga (2010)

¿Cómo? ¿Quién se atreve a decir que en España no se hacen obras magnas a la altura de las mejores en Europa? ¡¡Pues claro que se hacen!! Y en los pasados premios Goya tuvimos ocasión de comprobarlo. He aquí una magnífica muestra del mejor cine español del momento, la última película de Agustí Villaronga que lleva por título una combinación de palabras que posee un gran significado para la violenta historia que se nos cuenta, situada en la posguerra civil dentro de un pueblo de la Cataluña rural marcado por una situación social dura y extrema donde las delaciones y las purgas cometidas por los vencedores de la contienda son sucesos tan terribles como cotidianos. La habilidad del director es saber introducirnos en ese universo tenebroso y asfixiante a través de la mirada de un niño que se verá arrojado de improviso, con la precipitada huida de su padre por motivos que irán creciendo en densidad y complejidad a medida que se desarrolle el relato, a una nueva educación sentimental rodeado de un entorno donde la naturaleza, la superstición, el miedo, la enfermedad, la venganza y, por supuesto, la violencia extrema encauzarán una apertura existencial a realidades turbadores que cambiarán por completo el futuro probable de su existencia. La película se abre al espectador con uno de los inicios más perturbadores y brutales que se recuerdan, una verdadera declaración de principios que marca el tono sombrío de la película desde su mismo comienzo, introducida poco a poco en terrenos de pesadilla pero manteniendo también el tono naturalista, sin haber caído  por ello (otro acierto que cabe atribuir a su extraordinario guión que adapta la novela de Emili Teixidor) en las facilidades ofrecidas por un cierto tipo de realismo mágico por el que sin duda podría haber optado y que afortunadamente no elige. Turbia, desasosegante, provocadora y áspera, “Pan negro”, magna obra que por cierto es preciso disfrutar en versión original en catalán para apreciar el monumental trabajo actoral de todo el reparto, avanza firme hacia territorios de insoportable ambigüedad moral sin perder de vista la triste realidad de los vencidos, pero tampoco dejándose engañar por los cantos de sirena de cierto barniz idealista que trata de ocultar las miserias del corazón humano, del bando que sea, mediante una retórica protectora y justificativa. Comprender no es equivalente a justificar. Por eso la película de Villaronga es capaz de adquirir una dimensión trágica tan singular y profunda en su tercio final, donde alcanza unas cotas de perfección, densidad y profundidad difícilmente escalables de haber optado por un discurso más complaciente o políticamente correcto. Para suerte del espectador, que a estas alturas de la película ya debería andar completamente hipnotizado y rendido a los pies del cineasta catalán, el desenlace huye de lo convencional y pasa de largo por lo esperado, ofreciendo una conclusión radical, perfectamente ajustada a la lógica del propio relato y sin concesiones. ¿El resultado? Deslumbrante, una de las mejores cintas del cine español contemporáneo y una obra que se fija en el recuerdo y que vive en la memoria despertando sensaciones y recuerdos reales o imaginarios, escuchados o recreados, para tratar de dar sentido no lineal y poliédrico a una catástrofe moral cuyos devastadores efectos todavía se dejan sentir en muchos de los traumas con que sigue conviviendo la triste realidad española actual. Memorable.

 

LOS OJOS DE JULIA de Guillem Morales (2010)

Es curioso el fenómeno por el cual una película o, mejor dicho, la particular lectura que podemos hacer de una película y de su textura narrativa, suele convertirla en mucho más interesante de lo que inicialmente nos ha parecido tras su primer pase. Veamos con más detalle lo que quiero referir respecto a la película de Guillem Morales, aparentemente una previsible cinta de suspense que juega la baza de la confusión paranormal para crear expectativas iniciales que más tarde abandonará a través de un medido efecto sorpresa. Me interesa hacer énfasis sobre la diferencia entre la lectura superficial y otra más profunda, referida precisamente a uno de los temas centrales de la película, la mirada. En este sentido el plano final es muy significativo al respecto: Julia, la protagonista excelentemente interpretada por una magnífica Belén Rueda, cumple el máximo anhelo de cualquier amante que se precie, a saber: convertirse en la mirada del ser amado, llegar a ver con sus ojos, ver a su través para llegar a vernos a nosotros mismos en una especie de exterioridad que al mismo tiempo nos constituye. Y ese es el fascinante fenómeno que tiene lugar a lo largo de todo el metraje, casi como un río subterráneo que fluye por debajo de toda la artificiosidad de género, dejando intuir la maravillosa complejidad de un proceso emocional que culmina en el entendimiento profundo de la razón del otro, aquella precisamente que se centra en el rasgo definitorio propio que nos hace especiales a su mirada, pero que nos extraña cuando lo vemos simbolizado en las palabras del amante. Lo realmente hermoso de la película, y por lo que sin duda merece una calificación de excelencia, es haber intuido la complejidad del goce residente en la mirada, propia y ajena, y que tal goce tenga que ver inevitablemente con un exceso doloroso, como el amor mismo, situado más allá del puro placer biológico para terminar por adentrarse en el territorio de lo puramente imaginario, una incierta nebulosa donde lo que se intuye sobrepasa con creces lo ofrecido por lo que propiamente se ve o se cree ver a partir de uno mismo. Así pues, “Los ojos de Julia” es probable que fracase como película de terror, pero solo para obtener un éxito inesperado al haber logrado iluminar otras mucho más ocultas zonas de penumbra, como una inopinada mirada al bies dentro del oscuro corazón humano.

 

NO CONTROLES de Borja Cobeaga (2010)

Utilizo esta prescindible película española para centrarme en la figura de uno de sus protagonistas, en realidad el PROTAGONISTA absoluto de la misma y al que da vida un actor que es justamente todo lo contrario de prescindible, un hombre que está creciendo en su trabajo actoral a pasos agigantados y al que auguro (lo vengo haciendo desde hace mucho tiempo) un futuro pleno de éxitos y reconocimientos, uno de los cuales obtenido recientemente con justicia en el último Festival de Cine Solidario de Cáceres por este encomiable trabajo. Y es que JULIÁN LÓPEZ (Muchachada Nui, Museo Coconut, Los Quién) es un actorazo inmenso, tanto que su memorable “Juancarlitros” sostiene él solo una cinta en la que el resto del reparto naufraga dentro de un guión que prometía mucho más de lo que da. La película de Borja Cobeaga, tras su exitosa y considerablemente superior “Pagafantas” donde Julián también resaltaba en un pequeño papel, falla precisamente en lo que a priori debería haber sido su fuerte y su principal baza, un descontrol ácido que en líneas generales aparece mucho más atenuado que en su predecesora y que afortunadamente sí vemos aparecer en el personaje excelentemente interpretado por el actor estrella de la función, un Julián López inspirado, cáustico, sarcástico e intenso, y al que además atisbamos una prometedora vis dramática -¿qué gran actor de comedia no la tiene?- muy bien apuntada durante el tramo final de la película. Pero esa es precisamente la labor de un gran actor, darle a cada personaje lo que requiere para la funcionalidad de la historia, dotándole al mismo tiempo de una personalidad propia a pesar de las acotaciones o limitaciones con que haya podido dibujarlo el guión. Así que éxito total de Julián López en una entrega que termina por sostenerse sobre los hombros de este genuino, desprejuiciado y talentoso actor.

 

TORRENTE 4: LETHAL CRISIS de Santiago Segura (2011)

En puridad no cabría hablar de cine ni de película. Se trataría más bien de una sucesión de chistes escatológicos con los que soltar la sonora carcajada y torcer el gesto en una mueca situada entre la incredulidad y el asco. Dos o tres sentencias torrentianas que merecen constar en los anales de una jocosidad tan bruta y zafia como inofensiva, ese el triste balance de la esperadísima sinsorgada. El desfile de famosos llega a producir un cierto hastío, y que nadie se engañe, Paquirrín es tan malo o peor como uno hubiera (y debería haber) supuesto antes de ver la cinta. Su interpretación resulta tan patética como la del cantante Francisco. Y es que si algo tenía la primera Torrente era precisamente algo de lo que sustancialmente carece ésta, fundamentalmente que había buenos actores rodeando al personaje central (Leblanc, Cámara, Asensi, Lampreave), y que el guión apostaba por un realismo muy sucio que bordeaba la crítica social en clave de grotesca hipérbole. Todo eso se ha ido perdiendo en las sucesivas entregas, hasta llegar a ésta cuarta totalmente inofensiva, folclórica en el peor sentido del término, excesivamente (auto)complaciente, donde al menos Segura centra todo sus esfuerzos en hacer de Torrente un icono perdurable. Concluyamos, pues, que la nueva entrega de esta “casposaga” se adapta perfectamente a la definición dada para el séptimo arte por uno de los mitos del cine, Paul Newman, según el cual “El cine no suele ser, a menudo, más que una cosa condenadamente ridícula”. La horma de su zapato.

 

LOS CRÍMENES DEL OXFORD de Álex de la Iglesia (2008)

Álex de la Iglesia es un tipo listo, muy listo, y para colmo un gran director que hasta con un material decididamente plúmbeo es capaz de armarte una historia que puede resultar tras su visionado completo, y como poco, más que interesante. Es precisamente el caso que nos ocupa en esta breve reseña. La cinta de Álex está armada sobre el eje central de  la confrontación entre dos teorías epistemológicas acerca de la verdad: una lógico-matemática asentada en principios matemáticos según la cual sería perfectamente posible acceder a la Verdad partiendo de axiomas irrefutables y a través de un razonamiento hipotético-deductivo bien desarrollado, y otra para la cual la Verdad sería un ente mucho más incierto, nebuloso, probabilístico, que va a depender en gran medida de los presupuestos de partida (teóricamente indemostrables desde su propio marco de referencia) y también de las interpretaciones teóricas que vayan  enlazando los hechos de acuerdo con la explicación teórica que en ese momento estemos pretendiendo contrastar. El joven alumno al que da vida Elijah “Frodo” Wood representa esa posición terca que prefiere seguir creyendo en la predecibilidad de cualquier acontecimiento y, en consecuencia, la existencia de una verdad inmutable a la que podría llegarse mediante el puro razonamiento (no dejar de ser irónico que tanto empiristas ingenuos como racionalistas convencidos compartan esta posibilidad a pesar de parecer continuamente enfrentados en lo que siempre ha sido en el fondo una falsa dicotomía), mientras que el ínclito profesor universitario interpretado por el mítico John Hurt será justo el contraplano de esa postura, haciendo estallar al final todas las certezas lógicas en un “quot erat demonstrandum” realmente memorable. De la Iglesia sabrá diseminar con acierto numerosas pistas, despistes, macguffins, y señales a lo largo de un metraje que tiene su punto más débil en el forzado encuentro sentimental entre la antigua amante del sabio (una Leonor Watling poco convincente y bastante perdida en su papel) y el aspirante a ocupar ese lugar simbólico de supuesto saber, pero asimismo, y al ser plenamente consciente de esa debilidad dentro de la trama, Álex tratará de trascenderla con sutil habilidad haciendo virar la historia hacia el campo de batalla teórico, valiéndose en todo momento de una intriga crimino-lógica cuya máxima fuerza reside en la doble destrucción operada en el ámbito de las certezas, sobre las materialmente inculpatorias como las puramente teóricas o deductivas. El resultado final de la película es más que aceptable, proporcionando un entretenimiento inteligente destinado a satisfacer las exigencias de un público muy variado. Todo un éxito en los tiempos que corren.

 

VICKY CRISTINA BARCELONA de Woody Allen (2008).

Injustamente denostada por cierta parte de la crítica especializada o por especializar, lo cierto es que esta obra de Allen es una película a la que puede catalogarse de epidérmica en el mejor sentido del término, lo que en román paladino vendría a significar que se disfruta sin complicaciones, resulta verdaderamente entretenida y no obstante atesora cargas de profundidad incuestionables, arrojando como resultado un final nada complaciente, más bien triste y bastante pesimista. No puede reducirse la película a un mero cliché sobre relaciones humanas porque Woody Allen es sabio, muy sabio, y se cuestiona y habla con sutileza e inteligencia acerca de los diferentes conceptos de amor y sexo que manejamos, y de las mentiras que nos decimos para justificar nuestros comportamientos y afinidades electivas. Y aún tiene más chicha. Porque esconde una velada crítica a ciertos conceptos ultrapragmáticos y mercantilistas presentes en las relaciones humanas, así como la posibilidad de imaginar y practicar determinados intercambios emocionales como alternativa a los conceptos impuestos por la sociedad. Y si me apuran, también aseguraría que es capaz de someter a indagación la génesis de la creatividad artística y sus orígenes en la conflictividad emocional como base energética de la misma. La película de Allen nos estaría hablando, pues, sobre el deseo, sus trampas, la infructuosa lucha contra los convencionalismos cuando la pasión sexual o el idealismo rebelde se proponen como motores únicos de la relación, de la fuente turbia de carácter psicosexual que subyace a cualquier productividad artística... la multiplicidad de temas es inmensa y el director, un maestro inagotable, parte de la concesión para puntear matices que finalmente llevan la película al terreno marcado por sus propias obsesiones de autor. Respecto a la estrella de la función, una Penélope Cruz enérgica y arrolladora, la actriz dimensiona perfectamente su personaje, dándole un punto esperpéntico y exagerado que dinamiza muy bien (con) todo el conjunto, logrando representar a la perfección la auténtica dinámica del deseo al insertarse en el vértice de una relación triangular. Allen sabe efectivamente de la naturaleza no dual de las relaciones amorosas puesto que el deseo se mueve siempre en ese circuito, el de la fantasía, y explora este punto apoyándose en esa mujer poseedora de una personalidad poco convencional y explosiva, aprovechando la oportunidad que se le presenta para colar su ironía socarrona y ofrecer una visión bastante escéptica sobre ciertos ideales amatorios y supuestamente emancipadores, pero siempre mostrando un trato respetuoso por todas sus criaturas. Estampa su sello inconfundible dentro de una obra que nació como material de encargo, dando la vuelta a la propaganda y llevando el contenido a su terreno más personal, para acabar conformando de esta manera una narración nada suntuaria pero de transparente intención epigramática. Así que no, la cinta de Allen no es un tópico olvidable sino una propuesta destinada precisamente a hacer saltar tópicos bajo la apariencia engañosa de una comedia de puro enredo. Eso sí, es preciso verla en versión original para apreciar en toda su dimensión el buen trabajo de los actores, todos ellos inspiradísimos.

 

UN CIUDADANO EJEMPLAR de F. Gary Gray (2010)

La cosa prometía. El personaje interpretado por Gerard Butler (¿por qué extraña exigencia de guión tiene que mostrar sus cachas sin venir a cuento?) asiste impotente al asesinato de su mujer e hija, acude a la justicia ordinaria y ésta, proyectada en las figuras antagónicas o no tanto de los picapleitos acusador y defensor, y manipulada como suele ser habitual en no pocas ocasiones con base en defectos de forma y procedimiento, deja en libertad al verdugo más sanguinario de los dos que perpetraron la masacre al obtener la confesión inculpatoria de su cómplice, al que sí terminan por condenar a la pena capital. Transcurren diez años, y a partir de ese instante, momento en que también se ejecuta la sentencia de muerte para el reo condenado, se desata por parte de Butler una furiosa y tremenda venganza, cuya intención última es la de poner en jaque a todo el sistema judicial por el que se ha sentido profundamente traicionado. Con estos mimbres, en efecto, puede hacerse una buena película y explorar a fondo los dilemas morales que azotan a todos los protagonistas, especialmente la psicología destrozada del hombre normal convertido en vengador implacable, así como las incertidumbres y contradicciones del abogado que le representaba (un correcto Jamie Foxx, que como Jack Lawson, el personaje de “Razas” de Mamet, cree más en los procedimientos que en la justicia) cuando decidió pactar sin consultar a su representado tanto la condena de uno de los asesinos como la libertad del delator. Y hasta cierto punto la cinta parece dirigirse en esa línea pero… no, desgraciadamente cuando las complicaciones comienzan a surgir el guión semeja asustarse de todo aquello que ha planteado y muestra un irreprimible miedo de afrontar con seriedad e inteligencia todas esas turbias cuestiones que, indudablemente, carecen o deberían carecer de soluciones fáciles o trilladas. Es más cómodo en cambio hacer trampas, apelar a identificaciones oscilantes, inventarse una trama inverosímil y cerrar un desenlace que trate de dejar bien a unos y a otros, ofreciendo calma a la conciencia del espectador y restableciendo una lectura algo crítica pero suficientemente tranquilizadora sobre el podrido entramado político-judicial del sistema. Una oportunidad perdida para una producción de la que sin duda esperábamos mucha mayor contundencia y profundidad.

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