EscribiéndoTE (I)
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EscribiéndoTE (I)

Primeras introspecciones de una segunda persona.

8 dic 2008

Escuchas el bellísimo disco titulado "Amor sacro" en el que la soprano alemana Simone Kermes interpreta cuatro maravillosos motetes de Vivaldi, perfectamente acompañada por la Orquesta Barroca de Venecia. El primer motete comienza con el aria da capo inicial "En el furor de la ira más justa" y te deja involuntariamente extasiado. A continuación el recitativo, nueva aria y el allegro Alleluia para finalizar una composición memorable. Practicas sin saberlo el ocio autotélico mientras escribes sobre la falsilla de tu propia existencia, proyectando un olvidado rescoldo del corazón. Estampas otoñales en tu mente. Un leve cabrilleo formado por las olas de la memoria meciéndote con lentitud sobre un horizonte oscuro. Te llegan con ímpetu imágenes pertenecientes a los maravillosos paisajes imaginados por Joachim Patinir, pintor belga nacido en la región belga de Dinant. Las características de su pintura están muy bien definidas y arrojan como resultado unos cuadros colmados de una imaginería fascinante, con gran carga simbólica y, sobre todo, una belleza majestuosa en la aplicación zonal de los colores. Algo se remueve en los penetrales de tu mente, algo vagamente relacionado con todo ese misterio artístico de paisajes, símbolos y colores, a la vez que te llegan desde el exterior, en paratáctico (des)orden, las notas melancólicas y extremadamente bellas de la banda sonora perteneciente a la última obra maestra del coreano Park Chan-wook, que cierra así con brillantez su particular trilogía dedicada al tema de la venganza. El sexto de los cortes, "Fatality", resume en poco más de dos minutos todo un universo habitado por la pérdida, la violencia, la búsqueda obsesiva de la redención y, en última instancia, el vacío desolador que toda venganza conlleva. La señora venganza está con nosotros y el cineasta elabora unas imágenes contundentes, de impecable elegancia visual, acompañadas por unas notas capaces de transportar el alma hacia el mismo centro neurálgico del dolor. Se produce dentro de ti otra extraña conexión provocada por el desconsolado lamento del violín en "You´ve changed", y acuden a tu mente en tropel las imágenes del que sueles afirmar que se propone como el último gran western desde la magistral "Sin Perdón" del incombustible Clint Eastwood. Se trata del extenso trabajo de Andrew Dominik, un director australiano que ha ofrecido una disección certera y notable de la angustia, el miedo, la paranoia y la fragilidad de la identidad propia y ajena en su excelente "El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford". En tres horas de metraje asistes perplejo a una contextualización de una tragedia de largo alcance y amargo resabio. ¿Cómo puede vivir y experimentarse uno en su identidad y en su memoria, en las ideas y emociones que le habitan, si cada palabra que emite o cada pensamiento que inventa se aparece al fin como íntimamente conexionada, entrelazada con (y por tanto creada a partir de) otro ser humano convertido en objeto de fagocitación psicológica y existencial? Robert Ford, compuesto de forma insuperable por un enorme Casey Affleck (hermano de Ben, quien por cierto ha destapado el tarro de sus, hasta ahora, escondidas esencias cinematográficas en su estimable "Gone baby gone", comparada por similitudes temáticas con -otra vez Eastwood- "Mystic River") da toda una lección interpretativa, repleta de sutileza y contención (el exceso no ridículo sólo está reservado para los inmortales: Day-Lewis, Brando, Pacino, Malkovich...) para ofrecer múltiples sugerencias, que no respuestas definitivas, a esas espinosas cuestiones. Pero ahora comienzas a divagar y quieres y deseas y necesitas centrarte. Ansías exponerte algo más. A veces un suceso aparentemente nimio, trivial, intrascendente, lo que se quiera con relación a su intrínseca insignificancia, produce de hecho una reacción que se multiplica en el cerebro como un eco molesto amplificado en sucesivas olas de reproche. Un ejemplo. Imaginas una serie continuada de comentarios desagradables, atroces, machistas, repugnantemente homófobos cruzados entre un grupo de hombres vacíos que se crecen con cada aseveración vomitada, haciendo continua referencia a la sodomización expiatoria practicada sobre alguno de sus miembros componentes y lanzando de cuando en vez alguna afrenta soez dirigida hacia la línea de flotación de la femineidad. Tú asistes con lógica apatía e indolencia a ese grosero intercambio de mensajes zafios (adjetivar al contrario también vale y resulta completamente adecuado) y cuando ya no puedes soportar más, cuando tu paciencia ha sobrepasado el límite de lo razonable escribes algo así como que conoces gente que con ellos haría una gran carrera profesional. Uno de ellos se siente ofendido y contesta ironizando sobre las posibilidades que tendría esa gente practicando el sexo oral. Y tú, indignado, pero no lo suficiente, evitas entrar en esa disputa tan absurda que no va contigo y que desprecias. Pero has conseguido algo, el intercambio se frena y consigues deslizar entre líneas que la exaltación de un deseo casi siempre conlleva la represión del contrario, el verdadero. Y te ríes mucho, en silencio, en soledad, porque en realidad no te importa la opinión de esos toscos ególatras y contestas para tus adentros que evidentemente, que sí, que la gente a la que mencionaste lo hace pero sólo en asociación libre. La carcajada sube desde el estómago y se agolpa en la garganta como un gas explosivo. Te ríes porque sabes que ellos, los descerebrados, y especialmente aquel impresentable chisgarabís que emitió una réplica buscando la complaciente palmada de la tribu, no entenderían el chiste aunque lo acompañases del membrete "fino humor psicoanalítico". Decides no responder. Asumes el silencio y te callas. Te alejas del conflicto y les dejas con su rumor de lobos hambrientos que se alimentan de su propia bilis. Pero sientes que algo se ha roto por dentro, más de lo que ya estaba, porque ya no puedes confiar en ellos y sus palabras te suenan huecas, vacías, desprovistas de sentido y son como azagayas con la punta bañada en el veneno de la ignorancia. Su mundo es definitivamente plano, superficial, liso, y es blanco o es negro y el tuyo en cambio es una grisalla con infinitos matices que reflejan luces procedentes del interior y del exterior para emular un cierto relieve -defectuoso, sí, pero relieve al fin y al cabo- interior. Ellos no dudan pero tú sí. Ellos dicen no experimentar pudor pero tú sientes que desde muy adentro se apodera de ti una vergüenza incontrolable. Ellos tratan continuamente de impetrar fingiendo autonomía mientras que tu verdadera autonomía sólo te reporta silencio. Pero en el fondo es algo a lo que no das demasiada importancia, en realidad no la tiene o eso es al menos lo que te gusta creer. Crees haber leído recientemente algo parecido a que "las categorías con que solemos explicarnos el desconcierto suelen intercambiarse para aumentarlo de una forma insospechada". Al tiempo que algunos de los que te rodean parecen permanecer intelectualmente tan vírgenes como cuando estaban intonsos, tú te percibes tan aturdido como cuando creíste por error haber alcanzado el entendimiento de las cosas. Todo se (con)funde dentro de tu cabeza y tienes la sensación de que tu realidad se difumina peligrosamente a tu alrededor. Mantienes la calma, de vez en cuando repasas obsesivamente la lista de tus principios para asegurarte que siguen ahí, de que no eran también un sueño del que has despertado sin darte cuenta, y observas su progresivo e imparable distanciamiento de una realidad que se empeña en negarlos día tras día: un irónico repudio de principios por principio, o mejor dicho, por falta de algún principio. La realidad se descompone vertiginosamente frente a ti, que la miras con una mirada entre indolente y triste, como un espejo roto, y observas con cierta incredulidad resignada lo que está ocurriendo, esas partes que van cayendo al suelo de ese monstruoso rompecabezas dejando al fondo un vacío insoportable. Cada uno de esos trozos de realidad caída, caídos de la realidad como impulsados por una oscura culpa, podría ser a tu juicio un excelente motivo para la pintura de una naturaleza muerta. Piensas entonces en el buey descuartizado que Rembrandt pintó en sus años finales y de pronto te ves caminando por calles atestadas de seres ensimismados y pendientes de su propia existencia, enjambres sin otro objetivo que el de seguir adelante sin un claro objetivo, y te paras de repente y respiras hondo, aspirando con fuerza para tratar de absorber su alma invisible, y sólo puedes percibir el ahogo que te produce la toxicidad inaguantable del ambiente. Sobreviene la asfixia, abres la boca con ridículos espasmos tratando de atrapar un aire viciado como si fueras un pez llevado a la superficie por redes invisibles, toses con furia y de pronto todo se para a tu alrededor, algo imperceptible ha cambiado pero no sabrías decir qué, notas sus miradas sobre tu figura doblada que aún se retuerce, y eres consciente de que el foco se aleja de ti hasta convertirte en un punto uniformado y homogéneo en la distancia sobre el que pasa, sin que repares en ello, una línea trazada por una mano temblorosa, como la del niño que poco a poco y con esfuerzo comienza a dibujar titubeantes trazos sobre las páginas de la cartilla con que muy pronto aprenderá a ocultar el mundo.

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