En busca de la Luz II
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En busca de la Luz II

Una semana más arrebatado por ciertos pensamientos que no cesan de girar en torno a la oscuridad absoluta que supone la lucha, el combate, el enfrentamiento a vida o muerte que el hombre, lobo él, viene practicando sistemáticamente consigo mismo.

16 oct 2006

    Una semana más arrebatado por ciertos pensamientos que no cesan de girar en torno a la oscuridad absoluta que supone la lucha, el combate, el enfrentamiento a vida o muerte que el hombre, lobo él, viene practicando sistemáticamente consigo mismo. Tal vez pueda efectuar para la ocasión un comentario a modo de incendiario brulote, indigesto comentario jurídico, lanzado como una oportuna traíña para capturar el mejor cardumen de mentiras o verdades, según se preste el discurso. De esta guisa, como un extraño oblato que hubiera penetrado en esa angosta cueva únicamente a meditar, contemplando, de zahareño manifestar y ascética pose interior, analizando, así me he dejado poseer por un texto que me fue recomendado por una persona sabia y culta, a la que admiro profundamente, y que ahora mismo ya se halla trabajando a fondo sobre un territorio histórico, novelado, que sin duda promete como resultado una obra a la altura de Gore Vidal o Robert Graves. Y fue asimismo quien me recomendó la extraordinaria novela precisamente del maestro Graves, El conde Belisario, una epopeya grandiosa y trágica ambientada en el siglo VI de nuestra era.
Ahora es el emperador Justiniano quien rige los destinos del mundo y lo hace gracias a las inconmensurables habilidades estratégicas y tácticas de un genio militar comparable a Julio César y Alejandro Magno. Pero Belisario es un personaje muy complejo a pesar de (o precisamente por) su aparente pátina de honor, deber y resignación frente a un poder abrupto y perversamente juguetón ejercido por un egoísta mediocre y envidioso como Justiniano, quien no cejó ni un solo instante en su lamentable empeño de empequeñecer al gran Belisario con objeto de que su vulgar carácter no palideciese una y otra vez en la continua comparación con el gran general de origen griego. Es un mundo terrible, duro, violento, con un cristianismo cada vez más asentado y en continua persecución transformadora de sus múltiples movimientos heréticos. Belisario vencerá a los persas, conquistará Cartago, invadirá la península itálica protagonizando un memorable sitio de Roma, protegerá in extremis al Imperio de la invasión bárbara de los hunos a las mismas puertas de Constantinopla... pero nada de eso le servirá (y aquí reside el principal valor del libro) para eludir un destino aciago y profundamente injusto. Al leer el triste final de Belisario, un hombre entregado también de forma neuróticamente obsesiva al cumplimiento del honrado deber, me viene a la mente la hermosísima película del maestro Otto Preminger sobre la controvertida figura de Santa Juana de Arco, cuando al final del metraje surge la decisiva cuestión acerca de cuándo en verdad se hallará el mundo preparado para recibir y comprender la auténtica santidad. Y el libro de Graves justamente finaliza analizando esa espinosa problemática. Justiniano, emperador integrista y mediocre, sabe practicar las reglas cristianas con sus peores enemigos y conspiradores de toda guisa, pero con la bondad extrema, con la honradez y la lealtad en estado puro, ¿qué puede hacer? No sabe, simplemente se ve acosado por un miedo incomprensible y ancestral al enfrentarse con una conducta peculiarísima, con una actitud que le supera por completo y ante la que siente una envidia corrosiva y totalmente autodestructiva. Belisario, por su parte, permanece ligado a un límite "legal" infranqueable para él, vive sometido a la Ley, inviolable, totalmente sádica y punitiva para consigo mismo, hasta el punto de mostrar una sumisión de todo punto incomprensible en un carácter de su grandeza interior. Es la dictadura de un superyó cruel y tiránico, el de su Emperador, el de Dios. Por eso funciona esa coyunda perversa, por eso ambos conforman los dos polos de una colusión que indefectiblemente ha de concluir, como efectivamente así sucede, en tragedia.
Justiniano vive dominado por el resentimiento y la represión cobarde de sus pulsiones más oscuras con relación a sus verdaderos enemigos potenciales. Pero para él, que se percibe indefenso cuando ha de tratar con la manifestación terrenal de la virtud-santidad, precisamente porque sólo ha aprendido a tratar con lo divino a través de una conducta negativa referente a los elementos hostiles, Belisario es el auténtico enemigo que debe combatir para adquirir identidad propia como cristiano: debe eliminar el atisbo de la Bondad de Cristo en una persona real para seguir creyendo en ella como utopía realizable en un futuro incierto y, lo que es más importante dado su acentuado complejo de inferioridad, para poder seguir imaginándose a sí mismo como posible encarnación de la misma.
Belisario juega también ese juego destructivo porque se sabe encadenado a un principio de castigo inapelable, sin posibilidad alguna de redención. Ha de vivir y morir según la regla, existiendo sin querer contemplar el horror de la naturaleza humana cara a cara (con su Emperador) y muriendo al fin privado de su visión física por orden del cruel mandatario, extirpados los órganos de la visión, ciego de realidad y oscurecida el alma. Pero con la tranquilidad íntima de haber cumplido un destino heroico. Qué tristeza tan hermosa...
Una sensación que también nos ayuda a proponer el visionado de, esta vez sí, una película sobre los demonios despertados por la guerra ciertamente interesante. Y así, hallándonos como nos hallamos alterados y expectantes por la pronta llegada del nuevo filme bélico del maestro Clint Eastwood, y aun a riesgo de parecer en exceso generosos, nos atrevemos a recomendar:
 
Sam Mendes: Jarhead, el infierno espera.
Que la guerra es un acontecimiento monstruoso y atroz es algo que hoy por hoy no pasa desapercibido a nadie. Y el cine siempre se ha constituido en medio privilegiado para trasladar a los espectadores algo del inimaginable sufrimiento humano que semejante hecho destructivo viene propiciando a lo largo de la historia. La nueva película de Sam Mendes se ubica en la operación "Tormenta del desierto" de la Guerra del Golfo del año 1991, y lo hace desde su particular visión de los acontecimientos, huyendo deliberadamente tanto de espectáculos externos sobrecogedores como de análisis de causalidad geopolítica, para deslizarse progresivamente sobre la pendiente de la introspección anímica y las ominosas consecuencias que para el grupo de marines norteamericanos protagonista supone su acción de combate en medio de la desolación desértica. Este punto es clave para la comprensión (no explicación) de los hechos que se nos van mostrando ya que el paisaje es fotografiado como un inmenso mar lechoso, de tediosa luminosidad, que poco a poco va reflejando contrastes, claroscuros, sombras de fuego y petróleo a modo de proyecciones objetivadas de los estados interiores de los personajes. La aproximación es arriesgada y a la vez adecuada, puesto que el material sobre el que se elabora la narración es precisamente de carácter íntimo al estar adaptado de las memorias impresas del soldado Anthony Swofford, excelentemente interpretado por un impecable Jake Gyllenhall (el compañero de Heath Ledger en "Brockebak mountain"). El filme de Mendes resulta sobrio, sin estridencias, está estupendamente dirigido y propone una lectura moralmente ambigua, por certera y compleja, acerca de una realidad tan abyecta y escalofriante que por sí misma es capaz de generar unas condiciones vitales ciertamente surreales, hasta el punto de abandonar lo concreto para adentrase en un territorio abstracto, imaginario, mental, donde sólo una profunda transformación interior puede explicar la convivencia diaria con la destrucción del Otro como pura encarnación del Mal. La guerra se convierte así, tal y como señala la voz en off, en un circo grotesco que paradójicamente y a la postre presenta la única virtud de consolidar una ligazón malsana y perversa entre los hombres que han participado en él, siendo sus protagonistas tangenciales, y por ende entre estas mismas marionetas de la muerte y el profundo vacío interior experimentado por todos ellos, cuya auténtica naturaleza queda perfectamente simbolizada en la realidad cruda, amoral, fría a pesar de su sofocante hedor, demasiado elocuente en su absurdo silencio, del Desierto, esa ausencia infinita, completa, abrasadora y voraz. Buena.

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