Balada triste de trompeta, de Álex de la Iglesia
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Balada triste de trompeta, de Álex de la Iglesia

Álex de la Iglesia sazona de barbarie y esperpento su película más salvaje y personal narrando la historia de dos payasos, dos bandos opuestos cuyas cicatrices asumen la brutal relectura de la guerra y la postguerra, del tardofranquismo y los primeros coletazos de la democracia de España.

11 ene 2011


 

Payasos en la lavadora Álex de la Iglesia sazona de barbarie y esperpento su película más salvaje y personal narrando la historia de dos payasos, dos bandos opuestos cuyas cicatrices asumen la brutal relectura de la guerra y la postguerra, del tardofranquismo y los primeros coletazos de la democracia de España.

De entrada, hay algo que impone cierta distancia cuando uno asiste a un espectáculo tan despiadado, libre y grotesco como es ‘Balada triste de trompeta'. Como viene siendo habitual en su personal filmografía, Álex de la Iglesia se ha empeñado en condimentar ese enérgico estilo con varias obsesiones reconocibles dentro de su cine. Su reincidente imaginería, desde la libertina capacidad creativa de anteriores y reconocibles obras, junto a las numerosas virtudes sostenidas en la capacidad de riesgo del cineasta para contar un terrible drama humano en forma de chiste se dan cita aquí en un difícil terreno que busca narrar una dramática fábula como si fuera una indiscutible comedia. No cabe duda de que De la Iglesia ha llegado a definir un estilo propio e intransferible. Por ello, no falta su concepción global y visual dentro de una trastornada genialidad cuyos cimientos se perpetúan en los límites de lo excesivo. Como en ‘El día de la bestia', ‘Muertos de risa' o ‘Crimen ferpecto' se busca la intencionalidad llena de furia y de ritmo, con voluntad transgresora y oligofrénica que, en este caso, dinamita una hecatombe subvertida en la que la comedia está ensombrecida por lo contundente de la función, por una belicosa melancolía de cine radical que no tiene ninguna reticencia a la hora de escupir al público la sinceridad honesta con la que está confeccionada.

Así es ‘Balada triste de trompeta'. Poco complaciente. Se aúna barbarie y esperpento, referencias personales e intenciones donde, por mucho que se anhele, no existe el humor. No hay comedia. Al menos, no en el modo en que De la Iglesia había venido haciendo. Estamos ante una cinta retorcida, creada y llevada a la pantalla desde las entrañas de un fulano quemado con el mundo. De entrada, ‘Balada triste de trompeta' es una alegoría casi filosófica sobre el rencor y el amor imposible. Es tan inclemente y agresiva que provoca un doble sentimiento irreconciliable en sus límites extremos: una adhesión progresiva o un rechazo total según entendimientos. No es, de este modo, un filme que genere indiferencia, pero lo cierto es que la libertad sin tapujos es lo que hace de su línea de coherencia un producto tan extraño y discontinuo, lo que ofrece el verdadero sentido de enloquecida entidad que caracteriza el cine de este peculiar creador de pesadillas tragicómicas. Ya desde su inicio, con un perentorio prólogo se deja clara la destructiva índole del filme, que sitúa al espectador durante la guerra civil, en el Madrid de 1937, con un pequeño circo que es azotado por la conflagración y asaltado por una avanzadilla republicana que rompe con la tradición circense bajo el mando militar de un agresivo soldado que recluta a los payasos y demás artistas para plantar cara a los nacionales. Una de las primeras imágenes, la de un payaso vestido de niña asestando sangrientos machetazos y abriéndose paso entre el fragor de la guerra, define gráficamente lo que va a ser el resto de la película; una elegía de tumefacción fraticida de ese pasado gris que carcome la historia de nuestro país. Ese payaso advierte a su hijo que la única vía de redención, antes que seguir sus pasos de ‘clown', debe ser un sentimiento de venganza. Con este referente, De la Iglesia regresa a una figura insinuante en su filmografía, el payaso como figura grotesca y descontextualizada.

Es entonces cuando el salto temporal hacia 1973 dibuja una España pesimista, donde tiene lugar una historia de rivalidad y odio entre Julián, aquel hijo de infancia arrebatada, convertido en un ingenuo y taciturno aspirante a payaso triste y Sergio, el payaso tonto, admirado por los niños y que esconde un ser dominante, posesivo, maltratador y alcohólico. Ambos pugnan, desde sus deformadas personalidades, por el amor de Natalia, una trapecista de curvas escandalosas que duda entre el amor radicalmente opuesto de los dos hombres. Una historia de dos personalidades enfermas que camuflan sus deterioros psíquicos con el maquillaje circense y donde la chica es el objeto de deseo de dos bestias, dos bandos opuestos cuyas cicatrices asumen la relectura salvaje de la guerra y la postguerra, del tardofranquismo y los primeros coletazos de la democracia de España. El subconsciente de Álex de la Iglesia queda expresado en cada una de las ideas y metáforas que van tejiendo el extraño patrón del filme. Desde un retorcido espíritu ‘valleinclanesco' que deforma la realidad, recargando sus rasgos grotescos, somete a la historia a una elaboración muy personal. El lenguaje coloquial y desgarrado, con un tono bipolar que persigue la alegoría sobre la índole demoledora del fascismo y el entorno republicano, deja en evidencia a esos ideólogos de la destrucción del país que dicen amar. De este modo, la película no abandona una idea: la violencia engendra violencia. Los dos payasos de ‘Balada triste de trompeta' terminan por convertirse en monstruos, hijos del desafuero desunido por el lóbrego periplo de cuatro décadas de caudillaje en España. Javier, ese payaso triste que no ha tenido infancia, es como un niño que encarna la lucha republicana, el perdedor que se siente rechazado por Natalia, que siente lástima por él. De alguna forma, la trapecista es la España que alberga esperanzas de libertad, de seguridad junto a este payaso apocado y destrozado por dentro. Pero ésta es poseída a la vez por Sergio, el payaso tonto, un violento y poderoso dominador que sexualmente la satisface, aunque sea capaz de darle palizas y humillarla a las primeras de cambio.

Todos parecen depender de Sergio. Le tienen miedo, como a ese poder represivo y fanático que impera en la sociedad. Javier es el único que logra plantarle cara. Sin embargo, las dos insanas personalidades confluyen en una misma deformación generada por la locura; la de ese rostro de Sergio deformado y mutilado por sus propias atrocidades que se han vuelto contra él y la locura de Javier, que impone su monstruosidad disfrazada de venganza, en el dolor del rechazo y la memoria perdida. Los dos símbolos ideológicos aman a la chica, la nación, con un ímpetu posesivo, alienado y sedicioso dentro de un contexto de circo metafórico como es la España de Franco. La sumisión, la rebeldía frente al trauma represivo, la renuncia de los sueños y la angustiosa tristeza son elementos que Álex de la Iglesia esgrime a la hora de dibujar estos payasos en una lavadora de centrifugado de referencias solapadas de dolor y resentimiento. ‘Balada triste de trompeta' se conforma como un manifiesto visceral, guiado por un capitán fílmico temerario y suicida que utiliza la enardecida explosión de violencia como admonición acerca del olvido de nuestro pasado, de los errores circunscritos a un ámbito localista, cuya universalidad está licuada por un filtro histórico excesivamente simbolista, utilizado por su autor como exorcismo de sus demonios con un fin catártico. En todo este laberinto demoníaco se nota falta de su habitual guionista, Jorge Guerricaechevarría, sobre todo en algunos de los enflaquecidos diálogos y en su idea de consecución de fatalismo agridulce. A veces se echan de menos evidencias y apostillas dentro de ese carnaval sangriento de tanta acentuación expresiva y en muchos momentos de artificiosa arbitrariedad que debe asumirse dejando la racionalidad a un lado para que el viaje resulte gratificante. Hay tramos desiguales, que imponen cierta distancia por parte del espectador dentro de esta muestra de cine de hipérbole sociohistórica que esconde una sociedad sanguinaria y rencorosa con su pasado reciente. Como por ejemplo, ese tramo que concentra a Javier como perro de presa de cacería con un Franco entrañable y tierno o la del mismo rol, sentado en una cafetería armado incoherentemente, para descubrir la canción de Raphael y estallar con el único deseo de verle disparar al aire con dos metralletas en una simbólica imagen irresistible, pero carente de significación o ubicación dentro del relato.

Defectos y virtudes de una obra radical Llega un momento en que De la Iglesia no logra acanalar tanta furia y mugre histórica, haciendo de su esperpento un manifiesto tan pujante como imprudente. Como la inserción forzosa del atentado de Carrero Blanco como excusa para soltar una de las frases más lúcidas y cabronas de los anales de nuestro cine. Dentro de unos parámetros circenses que desentierran el alma de otros cineastas como Browning, Buñuel o Fellini, en ese circo estrafalario donde sus personajes secundarios apenas tienen voz en el entramado, más que para apaciguar la brusquedad intemperante y evocar cierta ‘berlanguismo' en su conjunto, se echan de menos mecanismos que ensamblen su eficacia hacia la grandeza de la que podría haber sido la mejor película de su autor. Éste termina por parir una cinta imperfecta, un monstruo deforme que simboliza lo mejor del cineasta, pero también lo peor. Aunque tal vez ahí es donde reside su atrayente fuerza y grandeza. Por eso, dejando a un lado cualquier índole defectiva, esta última granada de mano llega a sublimar de forma intensa su discurso acerca de la lucha política y violenta que es perpetrada por imbéciles que en su pasado y en un presente destruyeron y destruyen España, en un ciclo iterativo de crueldad y sinsentido. El director de ‘Perdita Durango' sigue fomentando un cine instintivo, acondicionado al espectáculo con brío visual, donde el ingenio arrolla al público con una explosión de emociones, con momentos de inspirada imaginería, de alucinantes piruetas visuales, de sugerente apariencia y paranoia anticolorista, así como arrobamientos abrumantes y enérgicos que desembocan en ese enfrentamiento con sabor a Hitchcock en las alturas con un icónico escenario reconocible, faraónico sepulcro que representa el tumor histórico de forma sacra como es el Valle de los Caídos, ése puñal clavado en el corazón de España que nos recuerda los errores del pasado, la miseria humana y la herida que sigue abierta y no cicatriza. En ese sentido, ‘Balada triste de trompeta' es un ‘thriller' inquieto, perfectamente hilvanado, donde estalla esa sugestiva violencia con un compás sofocante que apela a la aberración trastornada de un fin de fiesta apoteósico. De ahí, que requiera a un espectador lanzado a sus defectos, a un tiovivo destructivo donde el realizador da rienda suelta a su lado más perturbado y personal.

No se le puede negar ambición y genio. Su última película tiene tanta visceralidad que puede percibirse hasta como amoral en la consecución de un esperpento cargado de mala hostia, humor negro y furores sangrientos. Es decir, todo aquello que caracteriza el cine del actual Presidente de la Academia de Cine. En ese descomedimiento, en su desorden y caos, en su irregularidad que salpica incompostura es donde se encuentra la razón de ser de un filme que se refuerza en su atmósfera feísta y oscura gracias al intuitivo Kiko de la Rica, que sabe barnizar el cromatismo con un tono entre el pesimismo y expresionismo, dotando de entidad ruda y sin color la antifábula que se beneficia (y de qué manera) de la magnífica puesta en escena de Eduardo Hidalgo y Federico del Cerro al reproducir entre ruinas un circo absurdo y tiñoso, donde la destrucción convoca esos fantasmas de los que habla el realizador. Pero si hay algo que aporta la personalidad de las grandes obras es la partitura de Roque Baños. Una vez más, el músico funciona como el pulmón enérgico de cada plano. Su talento golpea el alma del público con una partitura memorable transformando las notas musicales en sensaciones perceptivas de ecos ‘herrmannianos'. Tampoco está de más alabar la labor de De la Iglesia como director de actores, en la fuerza de un Antonio de la Torre peligroso y avieso, la sensual capacidad de Carolina Bang para reconducir su personaje hasta límites de tensión sexual palmarios y el retribuido talento de sus comparsas; desde Santiago Segura hasta Sancho Gracia, pasando por Enrique Villén, Manuel Tallafé, Gracia Olayo, Alejandro Tejería, Luis Varela, Terele Pávez... Todos están maravillosos. Pero si alguien debe ser el centro de los elogios ése un genial y asombroso Carlos Areces, que ofrece una memorable caracterización de ese payaso educado por las ansias de venganza paternal que choca contra los deseos y frustraciones de un personaje complejo. Lo mejor de esta cinta extraña y estrambótica.

 ‘Balada triste de trompeta' va mucho más allá en su prosopopeya de incorrección política. Es una cinta que cuando pierde el equilibrio sabe sobreponerse y levantarse, con sus rocambolescos deslices y desaciertos, en su condición de película valiente y todoterreno. Porque sabe ser fiel a sí misma, llevando su riesgo hasta las últimas consecuencias. Estamos así ante un cine cuya seriedad se pierde por la contundencia de lo excesivo y no tanto por la búsqueda de los mecanismos cómicos. Se deja llevar por un grueso sentimiento extremo, donde la brutalidad y lo tragicómico alimentan el espíritu de un iracundo y redentor ejercicio anárquico y sádico. En esta película nacida para ser incomprendida, por lo grotesco y antropófago de su condición. El amor es algo imposible, como una España destinada a entenderse, capaz de ironizar y concebir ese pasado que murió y que llora como expresa la canción de Raphael que da título a la película. Se trata, en conclusión, de una extravagancia perturbadora, de genuina locura que anida en la mente del espectador mucho después de haber acabado.

 Miguel Á. Refoyo "Refo" © 2010

http://refoworld.blogspot.com/2010/12/review-balada-triste-de-trompeta-de.html

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