Una vuelta de tuerca más. No, no es una versión del intrigante relato de Henry James (véase la loable "El Celo") sino la nueva y extraordinaria aproximación efectuada por el actor-realizador norteamericano al mito universal representado por la leyenda cristológica, más exactamente el penoso transcurrir de las últimas horas de Cristo antes de ser crucificado, muerto y sepultado bajo el yugo de la intolerancia religiosa y el peso del más puro interés político. Gibson opta desde el principio por un realismo un tanto descarnado y lo sazona hábilmente con ciertos elementos simbólicos que remiten indirectamente al incomparable "sello" bergmaniano. Pero va más allá dentro de su propia asimilación artística y al poco lo encontramos instalado de pleno en una acepción barroca de la secuencia filmada con influencias detectables del maestro Caravaggio en toda la unidad compositiva de las imágenes: frente a la evidente fragmentación manierista presente en el "Lacoonte" de El Greco, la transversalidad sutil en la "Crucifixión de San Pedro" del maestro lombardo.
La lectura oblicua o diagonal del mito comienza con un Jesús sonámbulo atrapado en la red inextricable de su deseo-destino y poco a poco, deslizándose como una voluntad pulsional y censoria, compartimentada en cangilones de amor-odio, nacida a la par de una condición visionaria y lumpen, e investida de un poder de avulsión único en la historia así narrada, se va perfilando una parábola de turbadora belleza que Gibson agita con un pulso espiritual bien reconocible, y cuyo más hondo pálpito podríamos cifrar en un profundo movimiento de estremecedoras imágenes y casi cruenta sensibilidad. De este modo la estética fílmica queda graníticamente fusionada con un discurso ético, el del personaje sufriente y redentor, proporcionando para ello la manipulación de una Luz estremecedora que penetra en la obra y se plasma en el logro de bellísimos efectos escultóricos localizables en determinados y prodigiosos planos. En este sentido, y sirva este apunte como excepción confirmadora de la regla que venimos sosteniendo, Gibson se aproximaría menos a Caravaggio y más al trabajo lumínico efectuado por Rembrandt, utilizando planos de claroscuro con una luz más natural en cierto sentido, pero siempre más envolvente, más matizada y sin la acentuación focalizada propia de contrastes más tenebristas entre luces y sombras. Pero ese perfecto trabajo artístico continúa indudablemente al servicio de las coordenadas de expresividad barroca a que antes nos referíamos.
El enfoque adoptado es de un apabullante patetismo trágico, y el objetivo perseguido no es otro que conmover al creyente hasta los tuétanos, remover los intestinos de su aletargada fe y conseguir finalmente con ello movilizar sus sentimientos de adhesión fervorosa a través de una identificación extrema. Así el realismo más crudo y desagradable puede quedar integrado en el espacio fílmico (léase además filmopictórico) y lo más sórdido alcanzar categoría de representación estética. Es en esta dirección que nos es permitido fantasear con algunas santas figuras pintadas por José de Ribera superpuestas al Cristo machacado que el espectador perplejo contempla, conectando a ese imaginario del dolor una penalidad lanzada más allá de lo humanamente soportable, operándose así una conversión casi eucarística de carácter reversible entre la inmolación autoimpuesta y la salvación profética extensible al género humano. El precepto barroco se cumple en toda su amplitud al desprender esta lectura un mensaje claro, diáfano, bien perfilado y asequible en su humana sencillez. Simple y llanamente "nos llega". El vía crucis se completa a través de una ortodoxia conceptual que tampoco es óbice para que Gibson la salpique en momentos puntuales con hallazgos metafóricos de su propia cosecha, utilizando para ello una elaboración simbólica inscrita directamente en lo que podríamos denominar "leyenda visual del mito" que, entendámoslo bien, no significa innovación de contenido o planteamiento crítico: nada más lejos de las auténticas intenciones canónicas de la cinta. Lo que aquí se juega es una sacralidad cuyas raíces se hunden en la piedad desnuda y asentada con firmeza de roca en una esperanza de resurrección final.
Se trata pues de una espiritualidad situada al borde del precipicio de la razón y que halla precisamente justificación y consuelo en el indescifrable misterio tautológico que la alimenta. He ahí la fe surgida del sacrificio ciego, del martirio asumido como necesario, de la masoquista belleza de un cuerpo invadido por un poder devastador: un sentimiento apegado a una iconografía susceptible de ser bailada a lomos de una humanidad doliente y embriagada de esa emoción visceral. El sonido de esta desgarrada danza de pasión, apasionada, bien podría ser la del compositor germano del XVII Dietrich Buxtehude, que vuelca en una de sus cantatas estos hermosos versos de la "Rhythmica Oratio" de Arnulph Von Löwen compuestos en torno a 1200-1250:
Clavus pedum, plagas duras / Et tam graves impressuras / Circumpector cum affectu / Tuo pavens in aspectu / Tuorum menor vulnerum.
[Los clavos de los pies, las llagas endurecidas / y tan profundas señales / abrazo con aflicción. / Horrorizado en tu visión / recuerdo tus heridas.]
Ese es el gran triunfo de Mel Gibson, haber conquistado los resortes históricos y míticos de una memoria que absorbe y actualiza sus producciones del Calvario a través de la repetición periódica de una catarsis liberadora, la misma que procura (viene de y sirve para) el sacrificio por y para los demás. Un retablo magistral que añadir a la vasta e inabarcable producción creativa del Verbo encarnado en puro arte figurador del tormento.
Calificación: Obra Maestra.
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