FILMOLITOS (XI)
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FILMOLITOS (XI)

Más nanocríticas para tu microdeleite.

29 mar 2011


EL JARDÍN DE LAS DELICIAS de Carlos Saura (1970)

Nuestro grandísimo José Luis López Vázquez da vida a un empresario confinado en una silla de ruedas a resultas de un accidente de coche que ha sufrido en compañía de su amante. La familia necesita recuperar el dinero que permanece oculto en una cuenta suiza cuyas claves sólo conoce el susodicho. Para tal fin pone en marcha una representación teatralizada de ciertos episodios significativos de la biografía del enfermo, algunos de ellos con un marcado carácter traumático. Los efectos no son los deseados a nivel psicológico, incluso llegan a ser contraproducentes, pero en cambio logran activar una memoria más amplia, a la que también accede el espectador mediante imágenes oníricas de indudable potencia visual, con poética armazón, que no es otra que la del oscuro régimen franquista situado a la sazón en la recta final de su definitivo colapso. Carlos Saura es hoy por hoy un autor consagrado, un verdadero clásico dentro del panorama cinematográfico europeo y universal, y continúa además haciendo obras arriesgadas y experimentando con nuevas formas expresivas capaces de interconectar varias disciplinas artísticas, especialmente literatura, música y cine. En la cinta que nos ocupa, Saura demuestra con creces esa condición de maestro y, colaborando en el guión con el genial Rafael Azcona, firma una obra transgresora, radical, crítica y profundamente artística sin necesidad de discursos o panfletos, tan sólo con las armas de la imagen y la inteligencia, y con el inconmensurable trabajo de un actor maravilloso, descomunal, que logra transmitir todo un complejo y matizado universo emocional a través de un hieratismo que nunca resulta forzado. Una cinta que merece rescatarse del olvido, más si cabe cuando versa sobre la tan manida e instrumentalizada memoria histórica.

 

LAS VIUDAS DE LOS JUEVES de Marcelo Piñeyro (2009)

Algunos críticos de tendencia más conservadora la han tachado de discursiva o banal. Nada más alejado de las verdaderas cualidades y calidades que atesora esta cinta. Es siempre lamentable que las anteojeras ideológicas, en cualquier sentido, anulen el juicio objetivo de una manera tan flagrante. Se trata, por el contrario, de una película con gran hondura crítica y emocional que sabe afrontar el diagnóstico de unas determinadas capas sociales y, por extensión, del entorno global del que forman parte, se alimentan y al que indudablemente sostienen, y lo hace a través de las relaciones cruzadas entre cuatros parejas y dos de sus hijos adolescentes, no resultando panfletaria en ningún momento y cuidando mucho la puesta en escena, siempre impecable, amén de unos diálogos inteligentes que tienen su cénit en la determinante conversación mantenida por los cuatro protagonistas (espléndidos) donde se ponen en jaque cuestiones de enorme relevancia social, económica y existencial. Marcelo Piñeyro (Kamchatka, El Método) continúa excavando la veta más incómoda de su cine, y pone el dedo en la llaga al focalizar su mirada en las fronteras de separación-exclusión que las clases más pudientes van levantando en su vano y desesperado intento por mantener la “amenaza de los bárbaros” en los márgenes de su ostentoso, bien que volátil e inestable, bienestar económico, asentado casi siempre en flujos y operaciones financieras de dudosa corrección ética y marcada opacidad pública. Cuando las falsas seguridades caen, y lo que parecía sólido e incorruptible se muestra en todo su etéreo y efímero esplendor, es momento de hacer recapitulación de la propia historia y buscar un sentido a algo que quizás no lo haya tenido nunca. Película dura, feroz, áspera, cuyo palmario pesimismo deja dignos resquicios de esperanza asentados en decisiones individuales empeñadas en mantener invisibles lazos de solidaridad con las víctimas de cualquier tipo de abuso. Muy recomendable.

 

RECUÉRDAME de Allen Coulter (2010)

Robert Pattinson es un joven actor que se ha convertido en icono juvenil debido a su protagonismo en la poco o nada recomendable saga Crepúsculo. Eso puede acabar con la carrera de cualquiera, sobre todo si los cantos de sirenas son tan estridentes que a la postre no te permitan escuchar el sonido del propio pensamiento. Parece que no es o no está siendo el caso. Pattinson acierta con el envite y trata de desmarcarse rápidamente del amenazante encasillamiento, y lo hace de forma hábil, con el señuelo del rebelde díscolo, pero acompañándose de pesos pesados de la interpretación (Pierce Brosnan, Chris Cooper, Lena Olin) dentro de un guión bastante digerible enfocado fundamentalmente en los ubicuos temas del dolor existencial y la impronta imborrable de seres queridos cuya traumática pérdida puede llegar a marcar inexorablemente el curso de nuestras vidas. Tyler, el joven interpretado por la estrella juvenil, cita una frase atribuida a Gandhi según la cual todo lo que hacemos a lo largo de nuestra vida es insignificante, pero aun así (o precisamente por ello) es importante hacerlo. La búsqueda y hallazgo del sentido subyacente o trascendente que pueda conferir un objetivo a todas esas acciones aparentemente triviales e inconexas es uno de los temas abordados por esta película, que sin ser nada del otro mundo, sí logra mantener el interés del espectador sorteando las reservas iniciales que pudiera haber albergado al contemplar trailer y campaña publicitaria. Francamente, yo mismo me arriesgué a verla por la presencia de Brosnan y Cooper, amén de poner a prueba mi hipótesis del riesgo improbable de una estrella fugaz. Pues existe el riesgo y tal vez esta estrella vaya a perdurar algo más de lo previsto. Y esa posibilidad merece ser explorada y contada. El final duele, emociona, y abre asideros a la vida de unos personajes azotados por la tragedia personal.

 

LAS HORAS de Stephen Daldry (2002)

Tres son las historias que se engarzan en esta maravillosa película, tres ejes femeninos nacidos de una doble fuerza o de un único vector con inercias contrapuestas: centrífuga la una, para irradiar el cauce por el que avanza el ramificado río de la existencia, y centrípeta la otra, para atraer dolor y la lucidez próxima al abismo de la autoextinción, que anida en el alma de una mujer excepcional, talentosa, de inusual sensibilidad hacia los imperceptibles pliegues del sufrimiento, asediada por los fantasmas de la enfermedad mental, y surcada por una ambigüedad sexual en plena fuga con su deseo, la atormentada escritora Virgina Woolf, cuya sublime potencia creativa cristalizada en la novela “La Señora Dalloway” es capaz de materializar “al tiempo” esa ficción en vidas secuenciales semejantes a universos paralelos que nosotros, afortunados espectadores, podemos imbricar a través del excepcional montaje del filme, un prodigio constructivo afianzado en una dirección majestuosa, siempre atenta a los diferentes y complejos matices afectivos que se dibujan en cada mirada, en cada silencio, en cada gesto de emocionante contención, en cada explosión de fulgurante verdad, más la delicadeza melódica concebida por un inspirado Philip Glass.

Basado a su vez en la novela de Michael Cunningham, por la que este escritor obtuvo reconocimiento de lectores y crítica ganando el prestigioso premio Pulitzer en 1998, el guión que proporciona a la película de Daldry una arquitectura narrativa robusta y eficaz es un sólido trabajo de adaptación libre del texto literario, en el que David Hare pudo contar con la libertad otorgada por el propio novelista para afrontar con fidelidad no sujeta a restricciones una encomiable tarea de reelaboración creativa del material original, ofreciendo como resultado un escrito apto para convertirse, como afortunadamente así ha sido, en una obra de incuestionable grandeza.

“Las Horas” es una verdadera obra de arte en el sentido denso y pleno del término, un perfecto ejercicio de cinematografía madura y reflexiva, donde los grandes temas de la existencia son planteados sin pudor y a fondo, sin escamotear dureza o las necesarias tensiones afectivas, las mismas que terminan por provocar un estallido de iluminación cegadora, como una ardiente lucerna derramando hilos de significado y sensibilidad extrema sobre el tafetán urdido con la materia de la vida cotidiana. Una Obra Maestra con evidente marchamo de clásico contemporáneo.

 

UNA PARTIDA DE CAMPO de Jean Renoir (1936)

Muchas son las lecturas que permite esta obra maestra indiscutible del séptimo arte, una joya en blanco y negro del maestro Jean Renoir que nos habla de sentimientos y comportamientos humanos enmarcados en un entorno natural, podríamos decir entonces que de “naturaleza humana”, y esto sin renunciar a ciertas ramificaciones sociales que, obviamente, forman parte indisoluble de tal aproximación. Pero Renoir no tematiza, no discursea, se limita a observar el puro fluir de la vida posando su mirada sabia y humorística sobre una serie de personajes cuya aparente levedad a la hora de afrontar sus propósitos inmediatos esconde profundas conexiones entra naturaleza y deseo, siendo la erótica puesta en juego una de las auténticas revelaciones que proporciona el devenir de los acontecimientos, pausado, como detenido en un tiempo de otra duración, y que sirve precisamente para disolver un concepto ingenuo acerca de una supuesta e inmaculada esencia natural en la base del fenómeno humano, confrontándola con la impasibilidad pictórica del ambiente para así acabar develando mejor su inexorable construcción artificial, mezcla de pulsión y lenguaje. Toda esta complejidad la capta y muestra Renoir con una maestría incomparable, sin énfasis innecesarios, en el tono poco solemne con que suelen desenvolverse los sucesos ordinarios, y con un estilo despojado de todo artificio o subrayado, palpitante, sensorial, afinando en cada plano una mirada que constituye en la total composición del conjunto, como cuando se observa a más distancia un cuadro impresionista, una  pura lección de cine y de vida, de esplendente y dolorosa vida. 

 

GOTHIKA de Mathieu Kassovitz (2003)

Cuando el terror inducido a través de una cámara llega a convertirse en un atentado contra la excitante sensación de miedo ante lo desconocido y al mismo tiempo pisotea la inteligencia cuya función natural consistiría en tratar de hallar un sentido reconocible extraído de/aplicado sobre los datos percibidos, entonces el género correspondiente a ese apelativo acaba convertido justamente en eso, en un puro horror.

Detectable prosopopeya, mala asunción de referencias poco digeridas, incongruencia descriptiva y narrativa, y una molesta superficialidad que se pega a los personajes como una segunda piel son las maravillosas sorpresas que nos depara esta insufrible película. Repleta de lugares comunes y poseedora de una trama plagada de estaciones previsibles, la película sucumbe a sus propias pretensiones renovadoras y ni siquiera llega a cumplir su función de mero entretenimiento, pues aburre e indigna a partes iguales, induciendo un bostezo prolongado difícilmente controlable. Mathieu Kassovitz es un actor correcto, defendible (“Un héroe muy discreto” de Audiard o “Amén” de Costa-Gavras), pero sus aventuras como realizador han sufrido un claro declive desde que se iniciase con la interesante “El Odio”. ¿Por qué este imparable viraje hacia territorios mucho más predecibles y comerciales? ¿Por qué no continuar abriendo sugerentes caminos a la reflexión más atrevida? Confiamos en que el talento que se le presupone no se desperdicie aumentando el caudal de babilónicos ríos de color púrpura.

 

CINCO MINUTOS DE GLORIA de Oliver Hirschbiegel (2010)

Oliver Hirschbiegel comenzó su carrera impactando con la arriesgada “El experimento” y se consagró con la excepcional “El hundimiento”, donde documentaba de forma realista la implosión del régimen nazi. ¿Por qué haber emprendido entonces una desastrosa campaña hollywoodiense filmando una desastroso remake de “La invasión de los ladrones de cuerpos”? Por dinero y fama, seguro, pero dados los nefastos resultados obtenidos nuestro director ha decidido volver a pisar terreno conocido y filmar esta interesantísima película que explora con valentía una situación sumamente espinosa y difícil, a todos los niveles, proponiendo la confrontación cargada de máxima tensión entre un hombre atormentado, quebrado, interiormente destrozado, cuyo pasado nos remite a su pertenencia a una banda armada (conflicto ubicado en Irlanda del Norte), y el hermano de una de sus víctimas, que le vio cometer aquel asesinato a sangre fría, cruzando y fijando su mirada con él en uno de esos momentos que congelan el tiempo y paralizan la vida. El verdugo (grandísimo Liam Neeson) perpetró el atentado cuando era un adolescente, y ahora tiene la oportunidad de tener una cara a cara con aquel niño aterrorizado de su memoria que focaliza todo su abrasivo sentimiento de culpa (excelente composición de James Nesbitt), y esa oportunidad llegará de la mano de un programa de televisión dedicado a lograr audiencias a base de airear intimidades, confesiones y, si es posible, llegar hasta la reconciliación entre las partes cuando ello sea posible. Ambos hombres aparecen profundamente marcados por aquel atentado, y la película se encargará de ir descubriéndonos los entresijos de dos corazones deshechos sin caer en culpabilizaciones categóricas o embestidas ideológicas, tratando de comprender y entender a fondo tanto el arrepentimiento lúcido del ejecutor que ha visto con claridad los perversos mecanismos que se ponen en juego dentro de cualquier estrategia terrorista (una vez dentro del grupo, se anula toda capacidad crítica respecto a la monstruosidad que supone quitar la vida a una persona inocente), y que en  consecuencia ha decidido renunciar por completo al uso de la violencia, como el profundo dolor de la víctima golpeada por la brutalidad de una situación que aplasta su infancia, arrebatándole de cuajo toda posibilidad de paz o tranquilidad que podrá recuperar (así lo cree él) cuando pueda ver colmado un deseo de venganza que ha crecido en su interior como un cáncer, y que ahora contempla como realizable mediante la posibilidad del encuentro con ese hombre que segó la vida de su hermano y destrozó la suya propia. Conviene no desvelar los pormenores del choque entre ambos, ni tampoco el giro que Hirschbiegel imprime a la película y cuya resolución, acusada por algunos críticos de  no estar a la altura de la reflexiva propuesta inicial, se desvela en cambio completamente coherente con la psicología mostrada por los dos protagonistas, mucho más discursiva y analítica la del personaje de Neeson, y defensiva y crispada en el caso de Nesbitt, lo que hace perfectamente verosímil su agónico enfrentamiento físico, así como la liberadora consecuencia final del mismo. Una película valiente, dura, dolorosa, emocionante, y además diré que necesaria, puesto que desgraciadamente el mundo continúa contemplando y sufriendo situaciones idénticas o muy similares a la aquí descrita.

 

ZORBA EL GRIEGO de Michael Cacoyannis (1964)

Revisitando el clásico de 1964 de Michael Cacoyannis, basado en la novela homónima de Nikos Kazantzakis y en el que sobresale la soberbia interpretación de un Anthony Quinn en estado de gracia, se reafirma la sensación de estar frente a una obra de extremada belleza e inagotables lecturas. Porque si bien Zorba es habitualmente considerado como el prototipo de persona capaz de mantener un acusado sentido de optimista vitalidad, no es menos cierto que su actitud puede y debe ser releída a la luz de aspectos más controvertidos. Al analizar sus palabras y sus reacciones comprobamos que la forma que adopta para enfrentar los conflictos conlleva necesariamente un alto coste en inhibición (a pesar de la expansividad conductual externa) e inmadurez personal. La negación continua del dolor, de la ansiedad, de la culpa y, en definitiva, de la responsabilidad personal en los sucesos circundantes le hace mostrar un histrionismo a veces sobreactuado, siempre teatral, que ofrece la alternativa del “siempre adelante sin mirar atrás” mientras lo que sucede en realidad es que se mira a otro lado para evitar mirar de frente a la realidad de los hechos y por ende, la propia realidad interior. Lo paradójico es que el pensamiento de Zorba encubre en realidad un fatalismo según el cual las cosas ocurren porque tienen que ocurrir y lo único que podemos hacer al respecto es, tal y como él afirma, liarnos la manta a la cabeza y coger a manos llenas todo lo que la vida ponga a nuestro alcance.

Zorba es un hombre que trata de conjurar la muerte mediante su transformación fantaseada en un hombre-Dios, al que le es dado promover obras imposibles -“devorar el mundo” como declara en un determinado momento-, y así conseguir enfrentar con el mínimo dolor y angustia, o dicho de otra forma, con el mínimo sentido de la responsabilidad personal, todas aquellos resultados directa o indirectamente relacionados con sus decisiones. Si nos encanta, si nos subyuga, es precisamente porque presenta ese halo de héroe capaz de desafiar a la vida en su dimensión más problemática y reírse de ella a la cara justo cuando más duro golpea ésta, ofreciéndole la otra mejilla en un acto provocador de fantaseada omnipotencia. Una película compleja, paradójica, triste y vitalista que continúa ofreciendo inspirados momentos de gran cine.

 

ARCADIA de Costa-Gavras (2004)

La actual sociedad pos (y posactual) apesta, de eso no hay duda, y el hedor satura todo el ambiente, especialmente detectable en contextos microsociales que reflejan a la vez que producen toda la dinámica social que condiciona formas de relación y pervierte continuamente el trato humano, reduciéndolo todo a meras transacciones comerciales ubicadas en trabajos peligrosamente precarios, y siempre bajo la férula de ordenantes tan incapaces como despóticos. Las consecuencias sobre el carácter son muchas, y nada buenas, cosa que parece tener muy claro Costa-Gavras cuando enfoca la vida placentera y acomodada de un alto ejecutivo de la industria papelera hasta que es despedido de modo fulminante (común filfa esgrimida hasta la náusea: necesaria reestructuración de plantilla motivada por la crisis económica), entrando a partir de ese momento en una especie de psicosis inducida que, tras más de dos años de infructuosa búsqueda de nuevo empleo, le lleva a optar por una solución desesperada y radical: eliminar la potencial competencia al puesto anhelado (dentro de la empresa llamada Arcadia, en obvio juego de contraste con el sentido feliz y utópico que también evoca el término) mediante el asesinato real de los oponentes que él mismo valora como más cualificados. Y lo pone en práctica, lo hace, destruye así todo residuo ético y moral que pudiera haber albergado hasta el momento, si bien una de las víctimas parece llegar a conmoverle y salva la vida, y finalmente, favorecido por el azar, logra su maquiavélico objetivo. Fábula moral, pues, acerca de unos seres atomizados, anestesiados, corroídos por el virus de la ambición y encerrados en cárceles fantasmáticas cuyos barrotes son regenerados día tras día, hora tras hora, segundo tras segundo por una omnipresente publicidad que apela sin conmiseración a los señuelos de la satisfacción total del deseo. Además logra ofrecernos el retrato en negro de uno de los seres más antipáticos y odiosos que se recuerdan dentro de la galería de personajes sometidos a circunstancias parecidas o similares, y al que pone cuerpo un esforzado José Garcia haciéndonos imaginar lo que Jack Lemmon hubiera podido lograr con este papel. Aquí no existen asideros para la identificación y, por tanto, una cierta compasión por el protagonista es imposible, cosa que sí sucede en cambio en títulos como “American Beauty” de Sam Mendes  (Kevin Spacey), “El adversario” de Nicole Garcia (Daniel Auteuil), “El empleo del tiempo” de Laurent Cantent (Aurélien Recoing), o aquí “La vida de nadie” de Eduard Cortés (José Coronado), por citar algunas cintas donde sus criaturas se ven asediadas por las nefastas consecuencias surgidas de la lucidez o el autoengaño extremos con que enfrentan su desazón existencial.

Costa-Gavras renuncia deliberadamente a cualquier atisbo de parodia o exageración autoindulgente y apuesta por un desapego frío que logra instilar un malestar de fondo que llega a impregnar todo el conjunto, haciéndonos entrar en el deseo paradójico de que el protagonista sea capturado y pague por su monstruosa locura sin darnos cuenta de que el mismo sistema que habrá de juzgarle es el que precisamente la ha facilitado, y lo más importante, que esa conducta éticamente insana es el corolario máximo de los axiomas sociales básicos que la sustentan, los mismos que rigen los intercambios comerciales transformados a su vez en espejo modelador de los propiamente sociales, completando un círculo vicioso que se cierne sobre el protagonista como una corona de espinas. Que se hunden hasta el cerebro y acaban perforando la materia gris, la misma de que está fabricada esta historia abisal, sin asideros.

 

LET’S GET LOST de Bruce Weber (1988)

Una obra maestra. Esta consideración era la que se me había transmitido mediante ciertas informaciones más o menos autorizadas acerca de un documental que, decían, era mucho más que eso, para acabar convirtiéndose por mérito propios en una obra de cine mayúscula, que hablaba sobre la vida de uno de los mejores músicos de jazz de todos los tiempos (desde sus inicios como estilo reconocible), desde luego, y lo hacía de una forma tan lírica como cruda, pero que además ofrecía una reflexión profunda, dolorosa y ardientemente veraz acerca de los enigmas de la identidad que nos construimos y nos construyen a través de las múltiples vicisitudes que acaban conformando toda nuestra existencia. Y efectivamente, Chet Baker fue un músico realmente genial, irrepetible, con dotes excepcionales para el canto (voz suave, sugerente, melancólica) y la interpretación (trompetista nada predecible), pero además fue un hombre muy complejo y contradictorio, plagado de anhelos e inseguridades, y tal vez destinado precisamente por ese descomunal talento natural a recibir las proyecciones y fantasías de miles de personas sobre las que edificó una figura tan deslumbrante como infinitamente frágil, un gigante con los pies de barro que abrazó el tenebroso sendero de las adicciones y al que una brutal paliza casi acaba despojándole de lo único que de verdad pareció importarle siempre y aquello a lo que se agarraba desesperadamente dentro de ese naufragio trágico en el que acabó desembocando su vida: la música. Resulta conmovedor y triste comparar la fulgurante juventud de Baker con  la insondable fatiga que muestra su rostro decrépito, consumido, surcado por abisales líneas de tiempo cuyos rotundos trazos dejan traslucir un sufrimiento de mucha envergadura y larga duración. Sin embargo, y éste es otro de los aciertos de la gran cinta de Bruce Weber, jamás se cargan las tintas de forma innecesaria sobre el aspecto más sórdido de la narración ni tampoco se cae en el error de buscar la emoción compasiva a cualquier precio; al contrario, el director construye la poliédrica aproximación con sabiduría y respeto, haciendo uso de la memoria documental y recogiendo con acierto testimonios valiosísimos que arrojan una nueva luz sobre los pliegues más turbulentos del personaje. La última respuesta de Baker a la pregunta que le formula Weber sobre el sentido de todo el material rodado, y su ausencia completa de autocompasión, asumiendo con entereza un destino que sabe en el fondo inevitable, es uno de los momentos más sinceros, emotivos y veraces jamás captados por una cámara de cine. Una obra maestra, tenían toda la razón del mundo.

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