FILMOLITOS (VIII)
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FILMOLITOS (VIII)

El temporal de nanocriticismo no amaina...

10 mar 2010

Bird de Clint Eastwood (1988). El maestro Eastwood radiografía un alma torturada y un músico capaz de tocar y destruirse con la misma furia incontenible. El cineasta, que ya había dirigido mucho hasta esa fecha, recabó todo tipo de elogios en Cannes y comenzó a forjar otra leyenda, la que le ha convertido en un autor esencial dentro de la historia del séptimo arte. Memorable.

 

Antes del amanecer de Richard Linklater (). Romanticismo bien entendido, sin caramelo ni tontos arrullos, plagado de conversaciones inteligentes y que, por añadidura, nos permite asistir a ese milagro que todavía nos sigue fascinando a todos (lo confesemos o no): cómo podemos enamorarnos perdidamente de un completo desconocido en muy pocas horas. Claro que si nos dejan sueltos una noche en Viena con Ethan Hawke o Julie Delpy…

 

Luz Silenciosa de Carlos Reygadas (2007). Tras dar a conocer nuestras primeras impresiones causadas por la metafórica sinestesia, podríamos haber sido recriminados por manifestar de manera un tanto pomposa y afectada que el espíritu de Dreyer ha vuelto. Pero no estaríamos exagerando. El realizador mejicano Carlos Reygadas, quien ya nos sacudiera los sentidos con su inclasificable, arriesgada, turbadora y sin duda fascinante “Batalla en el cielo”, se toma todo el tempo del mundo para  convertir su cámara en epifanía de lo ingrávido, lo inmaterial, pero como agarrándolo del pescuezo, a ese espíritu inasible, y tirando de él hacia muy abajo hasta lograr estrellarlo contra la tierra impasible convertida en fangoso lodazal donde culebrean los deseos más punzantes y dolorosos. La cosa no es sencilla y, como digo y aviso, lleva su tiempo, un transcurrir lento, parsimonioso, de movimientos pausados y encuadres que pueden enmarcar, por ejemplo, un amanecer al que asistimos atónitos y que el autor nos descubre con leves aproximaciones más la captación detallada de los cambios lumínicos, o también la prodigiosa puesta en escena de un baño familiar que sirve como preámbulo a un plano plenamente poético que desvela todo el sufrimiento de una existencia mediante una escueta y potente representación de una naturaleza agónica. El domino técnico apabulla, cierto, pero aun más llama la atención la mayestática conjunción que el director logra entre forma y contenido, no siendo ni pudiendo ser la una sin lo otro, o viceversa, hasta el punto de llegar a convencernos de que sin esa cadencia que nos ha impuesto de forma casi imperceptible, sin esos focos anímicos ubicados en el propio paisaje, sin esa mirada que aspira a materializar el amor y el dolor supremos a través de un minimalismo gestual y lingüístico que da pie a la atronadora elocuencia del silencio, sin todo ello, digo, hubiera sido inútil a la par que infructuoso haber intentado por su parte conducir a buen puerto una aventura cinematográfica de tamañas proporciones. Y le damos completamente la razón. El maestro danés sigue vivo en esas imágenes, y la resurrección del cineasta advendría al operarse otra, la que milagrosamente sucede (doble milagro, pues: el cine es y toca el misterio, y le otorga intangible fisicidad) al contemplar uno de los primeros planos más inquietantes, hermosos, enigmáticos, trascendentes, luminosos y perturbadores que se recuerdan. Palabra.

 

Infectados de Alex y David Pastor (2009). Los españoles Álex y David Pastor filman una cinta más que digna, diríamos que buena, siendo como es de género, que suele decirse, y más concretamente apocalíptico, posapocalíptico, donde un grupo de supervivientes huye desesperadamente a un último refugio, que además vincula a los dos hermanos protagonistas con el paraíso perdido de su infancia. La película es dura, violenta, asfixiante, apenas si hace concesiones a la galería y somete a sus personajes a dilemas morales que sabe trasladar con acierto al espectador, amén de filmar secuencias de admirable tensión y extraordinariamente resueltas. Si algo nos queda claro, tras su visionado -cosa que comparto abiertamente-, se entiende, es que la famosa sentencia popularizada por Hobbes no andaba muy desencaminada o lejos de la verdad. El hombre es un lobo para el hombre y para todo bicho viviente (en la manada de lobos no metafóricos también la mayoría de los ejemplares mueren a garras de sus congéneres), y en determinadas circunstancias extremas todos haríamos cualquier cosa para lograr sobrevivir. Bueno, casi cualquier cosa. Creo que el límite representado por la paternidad funcionaría en la mayoría de los casos. Inquietante, sombría, de impecable factura y con un contenido que no desmerece el envoltorio, lo cual ya es mucho para este tipo de producciones. Ah, sin olvidarnos del buen trabajo del ahora famoso Chris Paine, que fichó por los hermanos antes de embarcarse en la Enterprise. Ya digo, muy recomendable.

 

Distrito 9 (2009) de Neill Blomkamp. Blomkamp pierde la oportunidad de firmar una obra maestra, pero en absoluto resulta desdeñable su propuesta, puesto que el planteamiento es estupendo, provocador, ambiguo, profundo, pero luego deviene en trama convencional que acaba convertida por desgracia en mero cine de acción. Película de tesis clara: es preciso hacerse cargo de lo extranjero, de lo otro aparentemente extraño a nosotros mismos, para acabar constituyendo una especie de “extimidad”, un conocimiento empático que paradójicamente pueda devolvernos la humanidad perdida. El viaje sin retorno del protagonista ejemplifica esta mutación también desde lo físico hasta acabar convertido literalmente en bicho (gambas alienígenas), naturalizando así la transformación espiritual, que también alberga su, obviamente, carga de crítica social pero excesivamente focalizada y sin profundizar lo suficiente. Una cinta correcta, pero viendo algunas de las olvidadas en las candidaturas para los Oscar (Enemigos Públicos o Moon por citar sólo dos ejemplos muy llamativos), su nominación parece totalmente exagerada. Un director interesante que seguiremos con atención. Una película muy apañada para un debutante, pero nada más (y nada menos).

 

La Buena Vida (2009) de Andrés Wood. Bravo. Los Goya 2009 premiaron “La Buena Vida” como mejor película hispanoamericana y acertaron de pleno, de la misma manera que este año lo han hecho con la grandísima obra de Campanella. La del director chileno se inscribe dentro del género “Altman” pero con reducción al mínimo de los encuentros cruzados y la preeminencia del gesto y el silencio sobre la palabra. Tan es así, que una de las historias, para mí la más dura y conmovedora, la que se inscribe con dolor en nuestras emociones de espectadores supuestamente a salvo (al menos durante el tiempo que dura la película) de la tragedia que contemplamos, es la que se aferra con más crudeza a este presupuesto estético, que se transforma en profunda reflexión ética en la medida en que abre y cierra el relato ofreciendo un encuadre trágico en el que reubicar las construcciones más esperanzadas de otros protagonistas, y estoy pensando especialmente en el interpretado magistralmente por Roberto Farías. Sea como sea, la película de Andrés Wood asaetea el corazón desde la sobriedad de un discurso que huye deliberadamente de filtros formales o componendas lenitivas, no ahorrándonos un sufrimiento real, doliente, y paradójicamente no catártico, como suele ser habitual en muchos otros cineastas cultivadores de la buena conciencia. Desde Chile, con dolor y pasión, la indagación sobre la vida, buena o no. La película, por supuesto, lo es.

 

Rosencrantz y Guildenstern han muerto (1990) de Tom Stoppard. Que Shakespeare es uno de los mejores guionistas de cine nadie lo pone en duda. Tal vez por ello, conjugando su fascinación por la obra del clásico inglés con dicho convencimiento, el eficaz dramaturgo y guionista (Shakespeare in love) británico de origen checo ha sabido crear obras importantes en un medio con exigencias muy particulares. Concretamente alcanzó un éxito notable con esta obra al operar un desplazamiento de foco desde el protagonismo central del príncipe para depositarlo en dos secundarios que sin embargo cumplen un papel esencial en la historia, los dos amigos de Hamlet llamados por el rey Claudio para descubrir qué se cuece en el ánimo del atormentado sobrino. El acierto de Stoppard es hacer gravitar todo el entramado trágico alrededor de dos figuras que funcionan perfectamente como contrapunto irónico, mezclando sus desorientadas pesquisas con la compañía teatral que representará “el suceso traumático” ante la corte como método psicodramático de revelar la verdad (el ensayo al que ambos asisten remite a un desdoblamiento infinito), y todo ello para indagar con humor no exento de profundidad acerca de varios ejes centrales de la existencia: muerte y destino, azar y fatalidad, necesidad y libertad. Los dos protagonistas (uno de carácter más reflexivo y filosófico, el otro un adorable ingenuo siempre al borde del gran descubrimiento científico), se verán atrapados en una enmarañada urdimbre de ambiciones, pasiones, venganzas, ocultos intereses, fantasmas y asesinatos que deslizarán poco a poco la soga sobre sus cuellos sin que puedan hacer nada para evitar el fatal desenlace. El trabajo de los actores es encomiable, destacando la química que surge entre Tim Roth y Gary Oldman, y las apariciones estelares de un enorme Richard Dreyfuss dando vida al comediante y escenógrafo que posee el auténtico secreto que esconde su profesión, no sólo divertimento replicante sino ficción narrativa generadora de la propia realidad y develadora de los hilos del destino. La obra de Stoppard enriquece la lectura del clásico y relanza nuevos sentidos dentro del inagotable universo que habita entre sus páginas inmortales. Muy buena.

 

En lo más crudo del crudo invierno (1995). El gran Kenneth Branagh, otro de los mejores colegas de Shakespeare dentro del cine, propone una aproximación tragicómica a una de las cumbres salidas de la pluma del bardo inglés, HAMLET, observando (sin cargar las tintas) cómo sus criaturas obtienen respuestas a sus cuitas existenciales cuando comienzan a entender  los mecanismos anímicos y relacionales que recorren, componiendo y estructurando, la mítica obra. El reparto está estupendo y especialmente el director de escena brilla con luz propia, visible álter ego del cineasta, un inspiradísimo Michael Maloney. Excelente.

 

Yo, también (2009) de Álvaro Pastor y Antonio Naharro. Admito mis reservas cuando comencé el visionado de esta interesante película española. Y durante buena parte del metraje parecieron cumplirse mis expectativas: los personajes no cobraban fuerza, la historia se mantenía bajo parámetros convencionales sin atisbo de emoción sincera, la problemática prometía converger en sensiblería trillada… pero no, no ocurrió así, y fue algo casi milagroso, en un punto determinado de la narración, atrapando el impulso ofrecido por otra historia concurrente, que la cinta de Pastor y Naharro remontase el vuelo y entrara de repente en otra dimensión mucho más profunda e íntima, trascendiendo lo anecdótico, aplicándose al silencio denso de las emociones sinceras y enmarcando por fin una interpretación prodigiosa de Lola Dueñas que le ha granjeado merecidamente todos los elogios y un premio Goya a la mejor actriz. Sin estridencias, con sutileza, exhibiendo un enorme respeto por el dolor de sus personajes, la película logra conmover y firma un final optimista pero realista, que deliberadamente huye de la solución fácil o esperada y reconcilia al espectador con una verdad a la par sencilla y enigmática: el amor puede surgir donde menos se lo espera y su mirada revelar toda la riqueza insondable que se oculta tras lo más visible o aparente.

 

Grandes Esperanzas de David Lean (1946). David Lean es un director de los considerados míticos dentro de la historia del cine. Sus grandes superproducciones apabullan, es cierto, pero a mí me interesa mucho más otra vertiente tal vez menos conocida pero no por ello menos interesante de este gran realizador. Me refiero a títulos como “Breve encuentro” y especialmente éste, “Grandes Esperanzas”, una adaptación prodigiosa y sublime del clásico de Dickens que posiblemente se constituya en la mejor realizada a partir de una obra del prolífico escritor. Lean abre la película con un tenebroso cementerio donde nuestro personaje (todavía un niño que vive con una bruja disfrazada de hermana y el esposo de ésta, bondadoso y lacayuno) encontrará al preso recién fugado que jugará un crucial papel en su vida. Las brumas físicas dejarán paso a las más densas del alma a través de un recorrido existencial contado con tal naturalidad y fuerza narrativa que cuesta imaginar otra historia que no sea ésta, y a las pruebas me remito si tratamos de comparar nuestra obra maestra con la fallida adaptación moderna de Cuarón. A veces el milagro ocurre y el clásico eterno se muestra en forma de imágenes en movimiento en su irreductible carácter de generalidad (no se reduce a su procedencia de origen), profundidad (no existe trivialidad alguna) e inevitabilidad (no podemos imaginar la adaptación de otra forma que no sea la presente). Atención a dos aspectos muy llamativos. La presencia de una jovencísima Jean Simmons y una inmersión subjetiva que parece prefigurar con muchos años de antelación alguna secuencia de otro David con homofónico apellido: Lynch. Imprescindible.

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