Carta de una desconocida IV
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Carta de una desconocida IV

Nuestro hijo murió ayer. Era nuestro, aunque nunca lo conociste. Su brillante personalidad no ha tenido ni el más leve contacto contigo y tus ojos nunca han descansado sobre él. Después de su nacimiento me alejé de ti durante largo tiempo. Mis ansias

16 jul 2011

4. CUARTO TIEMPO

Nuestro hijo murió ayer. Era nuestro, aunque nunca lo conociste. Su brillante personalidad no ha tenido ni el más leve contacto contigo y tus ojos nunca han descansado sobre él. Después de su nacimiento me alejé de ti durante largo tiempo. Mis ansias de verte eran menos intensas y creo que mi amor hacia ti no era tan apasionado. Desde que tenía al niño, mi amor, ciertamente, era menos obsesivo. No quería dividirme entre tú y él, y, por lo tanto, prescindí de ti, que eras feliz e independiente y opté por el niño. El me necesitaba, debía cuidarme de su alimento y le podía besar o acariciar.

Parecía como si me hubiera curado del eterno anhelo. La condena, al fin, había sido levantada con el nacimiento de tu hijo, que me pertenecía de verdad. Desde entonces, pocas veces mis sentimientos me han conducido humildemente hasta tu casa. Un detalle solamente: siempre te he mandado un ramo de rosas blancas el día de tu cumpleaños, como las rosas que me ofreciste después de nuestra primera noche de amor. ¿No se te ha ocurrido preguntarte nunca, durante esos diez u once años, quién te las mandaba? ¿Has recordado si alguna vez ofreciste a una muchacha un ramo de rosas semejante? Yo no lo sé ni lo sabré nunca. Para mí era suficiente el mandártelas desde la oscuridad. Me bastaba revivir en la memoria, una vez al año, el recuerdo de aquella hora.

Nunca viste a nuestro pobre hijo. Hoy me pesa habértelo ocultado, porque estoy segura de que le hubieras querido. Nunca le viste sonreír cuando habría los ojos al despertarse, unos ojos oscuros e inteligentes que recordaban tus ojos, aquellos ojos con los que miraba ávidamente, con alegría, a su madre y al mundo entero. Era tan brillante, tan cariñoso... Tenía toda tu ligereza y tu inquieta imaginación (naturalmente, en la forma que puede manifestarse en un niño). Se pasaba horas enteras jugando con las cosas, enamorado de un objeto cualquiera, igual que tú juegas con la vida; más tarde poniéndose serio se sentaba frente a sus libros. Eras tú, vuelto a nacer. Esa mezcla de alegría y seriedad que te caracteriza, esa dualidad de carácter, se hacía cada vez más palpable en él, y cuanto más se parecía a ti, más le quería. Era buen estudiante y hablaba francés con mucha soltura. Sus cuadernos eran los más cuidados de la clase. ¡Qué hombrecito más tieso y guapo era! Cuando en verano le llevaba a la playa, a Grado, las mujeres solían pararle y acariciaban sus largos cabellos rubios. En Semmering, la gente se volvía a mirarle mientras jugaba en el tobogán. Era tan guapo, tan bueno, tan atractivo... El año pasado ingresó en el pensionado y empezó a llevar el uniforme, un uniforme de paje del siglo dieciocho con una pequeña daga al cinto. Ahora el pobrecito yace únicamente con su camisa; los labios pálidos y las manos cruzadas.

Debes asombrarte ante la costosa educación que escogí para el niño, hecha de lujo y despreocupación. ¿,Cómo era posible que yo pudiera proporcionarle esa brillante iniciación a la vida confortable de los adinerados? Querido, te estoy hablando desde la oscuridad. Te lo diré sin avergonzarme. Por favor, no te estremezcas. Me vendí. No fui una mujer de la calle, una prostituta vulgar, pero me vendí. Mis amigos, mis amantes, eran hombres de posición. Al principio los tuve que buscar, pero muy pronto fueron ellos los que me buscaron, porque yo era (¿te diste cuenta alguna vez?) una mujer hermosa. Todos aquellos a quienes pertenecí me fueron adictos. Todos llegaron a ser fervientes admiradores. Todos me amaron, todos excepto tú, amor mío, excepto tú, a quien yo amé siempre.

¿Me despreciarás ahora por saber lo que hice? Estoy segura de que no. Sé que lo comprenderás, sé que comprenderás que lo hice por ti, por tu otro "yo", por tu hijo. Durante mi estancia en la Maternidad comprobé toda la amargura de la pobreza. Supe que en el mundo el pobre es siempre la eterna víctima. No podía soportar la idea de que tu hijo, tu adorable hijo, fuera a vivir en aquel abismo, entre la corrupción de la calle, respirando el aire viciado de los arrabales. Sus tiernos labios no debían aprender el lenguaje del arroyo; su delicada y blanca piel no podía irritarse por el áspero y sórdido ropaje de los miserables. Tu hijo debía tener lo mejor de todo, toda la riqueza y la alegría del mundo. Tenía que seguir tus pasos en la vida, ser digno de vivir en la misma esfera que tú.

Ese es el motivo, el único, amor mío, por el que me vendí. No me costó ningún sacrificio, ya que las palabras "honor" y "deshonor" no tenían sentido para mí, eran cosas insignificantes. Tú eras el único a quien mi cuerpo podía pertenecer y no me querías; ¿qué importaba, pues, a quién se lo ofrecía? El cariño de mis compañeros, incluso sus muestras de pasión, nunca encontraban en mí ningún eco, aunque muchos de ellos fueran personas a quienes no debía más que respeto y a pesar del recuerdo de mi propio destino, que me hacía simpatizar con ellos por su amor no correspondido. Todos aquellos hombres fueron buenos conmigo; todos ellos me mimaron y me llenaron de afecto, todos me trataron con respeto. Uno de ellos, un viudo, un hombre maduro con título, consiguió, haciendo uso de su influencia, ingresar a mi hijo sin padre, a tu hijo, en el colegio. Aquel hombre me quería como a una hija. Tres o cuatro veces me pidió que me casara con él. Hoy podría ser marquesa y poseer un magnífico castillo en el Tirol. Estaría libre de complicaciones, ya que el chico hubiera tenido un padre afectuoso y yo un marido apacible, distinguido y bondadoso. Insistí en mi negativa a conciencia de que le hacía daño. Es posible que fuera una locura por mi parte. De haber aceptado, llevaría una vida tranquila y retirada en cualquier parte y mi hijo estaría conmigo todavía. ¿Por qué esconderte el motivo de mi negativa? No quería atarme. Quería permanecer libre para ti en todo momento. En lo más recóndito de mi ser, en el inconsciente, continuaba soñando la locura de mi infancia. Quizás algún día me llamarías a tu lado, aunque no fuera más que para una hora. Desde el primer despertar a mi estado de mujer, ¿no había sido mi vida una constante espera, aguardando un acto de tu voluntad?

Al fin, la hora tan esperada llegó realmente. Y ni siquiera esta vez supiste que había llegado, amor mío. Cuando llegó, no me reconociste. Nunca me has reconocido, nunca, nunca. Te encontraba bastante a menudo en teatros, conciertos, en el Prater, por todas partes. Mi corazón latía con violencia cada vez que nos cruzábamos, pero tú siempre pasabas distraído por mi lado. Me había convertido en lo que se refiere a mi apariencia exterior, en otra persona distinta. La tímida persona era ahora una mujer, hermosa según decían, ataviada con vestidos caros, rodeada de admiradores. ¿Cómo podías relacionarme con aquella tímida muchacha que habías conocido a la incierta luz de tu dormitorio? A veces mi acompañante te saludaba, y en aquellas ocasiones esperaba que tu mirada delatara algún estremecimiento al devolver el saludo, pero tu mirada era siempre la de un cortés desconocido, una mirada de respeto, pero nunca de reconocimiento, distante, desesperadamente distante.

Recuerdo que, una vez, esa actitud habitual, ese olvido de mi persona, fue una tortura para mí. Estaba en un palco del teatro de la Opera con un amigo, y tú en el de al lado. Las luces se atenuaron cuando empezó la obertura. Ya no podía ver tu rostro, pero sentía tu respiración tan próxima como si estuviéramos en tu habitación; tu mano, fina y elegante, descansaba en el antepecho cubierto de terciopelo. Me embargaba un infinito deseo de inclinarme a besar humildemente aquella mano, cuyas caricias había conocido. A los acordes de la orquesta, mi deseo se hacía más intenso. Tenía que hacer un verdadero esfuerzo para mantener mis labios alejados de tu querida mano. Cuando acabó el primer acto le dije a mi amigo que me quería marchar. Me resultaba intolerable tenerte sentado a mi lado en la oscuridad, tan próximo y al mismo tiempo tan lejano.

Pero la hora llegó una vez más, únicamente otra vez, la última vez en mi pobre vida. No hace más que un año, al día siguiente de tu cumpleaños. Mis pensamientos habían estado contigo más que nunca, pues solía conceder al día de tu aniversario la categoría de fiesta. Por la mañana temprano compré las rosas blancas enviadas anualmente en recuerdo de un momento que tú ya has olvidado. Por la tarde me llevé a mi hijo de paseo y juntos fuimos a tomar el té. Por la noche estuvimos en el teatro. Quería que considerara aquel día como un místico aniversario de su infancia, a pesar de no poder conocer la razón.

El día siguiente lo pasé con mi amigo de aquella época, un joven y adinerado fabricante de Brünn, con el que había vivido dos años. Estaba apasionadamente enamorado de mí, y él también se quería casar conmigo. Me negué, sin razón aparente alguna, aunque me abrumaba con los regalos y atenciones que tenía para mí y para el niño y por lo simpático que era con su torpe y dócil devoción. Fuimos a un concierto donde nos reunimos con un grupo de gente muy animada. Cenamos en un restaurante de la Ringstrasse. Mientras charlábamos y reíamos propuse trasladarnos a un salón de baile, el Tabarín. En general, semejantes sitios, donde la falsa alegría es siempre expresión de embriaguez parcial, me resultaban odiosos y apenas los frecuentaba. Pero en aquella ocasión una extraña fuerza parecía arrastrarme y me condujo a hacer la proposición, que fue aclamada con júbilo por los otros. Me sentía presa de una impaciencia inexplicable, como si algo extraordinario me estuviera aguardando. Como siempre, acostumbrados a complacerme, todos accedieron a mi ruego. Fuimos al salón de baile, bebimos champán y me asaltó un repentino acceso de animación, poco frecuente en mí. Bebí una copa de champán tras otra, con una alegría casi dolorosa; me uní al coro de una canción agradable y me sentí de humor para bailar con entusiasmo.

Más de pronto noté como si una mano helada o ardiente me hubiera agarrado el corazón. Tú estabas sentado con unos amigos en la mesa inmediata a la nuestra y me mirabas con esa mirada acariciadora y codiciosa, aquella mirada que siempre me había conmovido más allá de la razón. Por primera vez, después de diez años, me volvías a mirar con toda la fuerza de tu inconsciente pasión.

Era tanta mi agitación, que poco faltó para que la copa se cayera de mis temblorosas manos. Afortunadamente, mis compañeros ni se dieron cuenta de mi estado. Sus sentidos estaban un poco embotados entre aquel barullo de risas y de música.

Tu mirada se hacía cada vez más ardiente y enardecía mis sentidos. No estaba segura de si al fin me habías reconocido o si tu deseo se había desvelado por una mujer aparentemente desconocida. Mis mejillas ardían y hablaba sin saber lo que decía. No pudiste por menos de apreciar el efecto que tu mirada me producía. Me hiciste un imperceptible movimiento de cabeza para indicarme que saliera. Luego, después de haber pagado tu nota, te despediste de tus amigos, no sin antes hacerme otra señal para que supiera que me aguardabas fuera. Temblaba como si estuviera aquejada de un acceso de fiebre. Ya no podía contestar si me hablaban ni contener el tumulto de sangre. Afortunadamente, una pareja de negros iniciaba en aquel momento una danza exótica acompañándose de sus gritos agudos y del zapateado. Todos se volvieron para observarlos, y yo aproveché la oportunidad. Ya de pie, le dije a mi amigo que volvería en seguida y salí a tu encuentro.

Me aguardabas en la antesala y tu rostro se iluminó al verme. Con la sonrisa en los labios te dirigiste presuroso hacia mí. Era evidente que no me reconocías, ni a la niña, ni a la muchacha de otros tiempos. De nuevo me convertía para ti en una reciente amistad, en una mujer completamente desconocida.

- ¿Tienes un rato para dedicarme? - me preguntaste en tono confidencial, con el que demostrabas tomarme por una de esas mujeres que cualquiera puede comprar por una noche.

- Sí - repuse, el mismo tembloroso aunque perfectamente consciente "sí" que oíste en mi juventud, hacía más de diez años, en la oscura calle.

- Dime cuándo nos podemos encontrar.

- Cuando quieras - contesté, ya que nunca sentía el menor atisbo de vergüenza en cuanto a ti se refería.

Me miraste con cierta sorpresa, sorpresa que contenía el mismo sabor de duda mezclada con la curiosidad que ya mostraste anteriormente, asombrado ante la rapidez de mi consentimiento.

- ¿Ahora? - preguntaste después de un momento de duda.

- Sí - repuse -; vámonos.

Cuando me dirigía a recoger mi capa al guardarropa recordé que mi amigo Brünn había entregado nuestras cosas juntas y que por ello él tenía el número. No era posible volver a pedírselo y todavía me parecía más imposible renunciar a aquel momento de estar contigo con el que había soñado ardientemente desde hacía tanto tiempo. Hice la elección instantáneamente. Me envolví en el chal y penetré resuelta en la noche húmeda, insensible no sólo a la pérdida de mi capa, sino también a la del hombre bueno y cariñoso con el que había vivido dos años, indiferente al hecho de colocarle públicamente, ante sus amigos, en la grotesca situación de un hombre cuya amante lo abandona a la primera seña de un desconocido.

Interiormente, me daba perfecta cuenta de la bajeza e ingratitud de aquel comportamiento respecto a un buen amigo. Sabía que mi ultrajante locura le alejaría de mí para siempre y que me jugaba el porvenir. Mas ¿qué representaba su amistad, mi vida, comparada con la suerte de sentir tus labios una vez más sobre los míos, de escuchar de nuevo tu adorada voz? Ahora que todo ha pasado te lo puedo decir, puedo decirte cuánto te amé. Creo que, de llamarme tú en mi lecho de muerte, hallaría la fuerza necesaria para levantarme y acudir presurosa a tu encuentro.

En la puerta tomamos un coche que nos llevó a tu casa. De nuevo pude oír tu voz, una vez más sentí el éxtasis de estar a tu lado, y estaba tan embriagada por la alegría y la confusión como lo estuve en otro tiempo. No puedo describírtelo todo: cómo se renovaban en mí, mientras subíamos la escalera tan conocida, mis sentimientos de hacía diez años; cómo vivía simultáneamente en el pasado y en el presente, como si todo mi ser estuviera fundido con el tuyo.

En las habitaciones, casi nada había cambiado. Veíanse algunos nuevos cuadros, muchos más libros, uno o dos muebles nuevos, pero en conjunto conservaba el aspecto familiar de un viejo amigo. Sobre el escritorio estaba el jarrón con las rosas, mis rosas, las mismas que yo había mandado la víspera, día de tu cumpleaños, como recuerdo de la mujer que tú habías olvidado, aquella que no reconocías, ni siquiera entonces, cuando se hallaba junto a ti, cuando sostenías sus manos y besabas sus labios. Pero me confortó el ver allí mis flores, saber que tú estimabas algo que de mí venía, algo como el aliento de mi amor.

Me tomaste en tus brazos. De nuevo permanecí contigo toda una noche inolvidable. En ningún hombre he conocido tanta ternura, aunque apagada después en un olvido inhumano, infinito. ¿Quién era yo, junto a ti en la oscuridad? ¿Era la niña enamorada de otros tiempos, la madre de tu hijo, una desconocida... ?

Pero amaneció. Era ya tarde cuando nos levantamos y me pediste que me quedara a desayunar. Mientras tomábamos el té, que una mano invisible había servido con discreción en el comedor, charlamos tranquilamente. Como entonces, no hubo preguntas indiscretas ni curiosidad sobre mi persona. No me preguntaste mi nombre ni dónde vivía. Yo era para ti, como siempre, una aventurera casual, una mujer sin nombre, una hora ardiente que no deja rastro tras de sí. Me contaste que estabas a punto de iniciar un largo viaje, que te ibas a pasar dos o tres meses al norte de Africa. Tus palabras sonaron en mis oídos como un fúnebre tañido: "Pasado, pasado, pasado y olvidado". Deseé echarme a tus pies, llorando: "¡Llévame contigo para que al fin puedas conocerme, al fin, después de tantos años!". Pero fui tímida, servil, cobarde y dócil. Todo cuanto pude decir fue:

- ¡Qué pena!

Me miraste sonriendo y dijiste:

- ¿De veras lo sientes?

Por un momento creí que iba a perder el sentido. De pie, te miraba fijamente. Luego dije:

- El hombre que yo amo, siempre se va de viaje.

Te miré derecho a los ojos. "Ahora, ahora - pensé -, ahora sí que me recordará." Pero sonreíste simplemente y me dijiste en tono consolador:

- Siempre se vuelve.

- Sí, se vuelve, pero entonces se ha olvidado - repuse.

Debí de hablar con mucho sentimiento, porque mi expresión te conmovió. Te levantaste tú también y me miraste interrogativa y tiernamente. Pusiste tus manos sobre mis hombros:

- Las cosas buenas, nunca se olvidan; nunca te olvidaré.

Tus ojos me estudiaban atentamente, como si quisieras guardar mi imagen en tu memoria. Cuando sentí aquella mirada penetrante, aquella exploración de todo mi ser, no pude por menos de imaginar que el embrujo de tu ceguera se iba al fin a romper. "Me reconocerá, me reconocerá." Mi alma temblaba con expectación.

Pero no me reconociste. No, no me reconociste. Nunca había sido más extraña para ti que en aquel momento, porque, de no ser así, nunca hubieras hecho lo que hiciste unos minutos más tarde. Me habías besado otra vez, me habías besado apasionadamente. El pelo se me desordenó y tuve que volver a arreglarlo. De pie ante el espejo, vi a través de él (y al verlo me cubrí de vergüenza y de horror) que metías en mi manguito, disimuladamente, unos billetes de banco. Apenas pude contener el llanto; tuve que hacer un gran esfuerzo para no gritar y abofetearte. Me estabas pagando la noche que había pasado contigo, a mí, que te había amado desde la infancia; a mí, la madre de tu hijo. Para ti no era más que una prostituta contratada en un salón de baile. No era suficiente que me olvidaras; tenías, además, que humillarme.

Rápidamente recogí mis cosas para poder escapar lo antes posible; mi pena era demasiado grande.

Busqué mi sombrero. Lo vi sobre el escritorio, j unto al jarrón de las rosas blancas, junto a mis rosas. Tuve el deseo irresistible de intentar un último esfuerzo para despertar tu memoria.

- ¿Quieres darme una de tus rosas?

- Desde luego - respondiste sacándolas todas del jarrón.

- ¿Quizá te las regaló alguna mujer que te ama?

- Quizá - repusiste -. No lo sé. Me las mandaron pero no sé quién me las ofrece; por eso las quiero tanto.

Te miré ansiosamente.

- ¡Tal vez te las envió alguna mujer que hayas olvidado!

Estabas sorprendido. Te miré todavía más intensamente. "Reconóceme, por favor, reconóceme al fin", pedían mis ojos. Pero tu sonrisa, a pesar de ser cordial, no daba ninguna muestra de recuerdo. Me volviste a besar, pero no me reconociste.

Salí corriendo, pues mis ojos se estaban llenando de lágrimas y no quería que las vieras. En el recibidor, cuando salía precipitadamente de la habitación, casi choqué con Juan, tu criado. Aturdido, pero celoso de su deber, se apartó rápidamente de mi camino y me abrió la puerta. Entonces, en aquel instante fugitivo, a través de mis ojos arrasados en lágrimas, ¿comprendes?, vi como una luz se hacía en su rostro. En aquel breve instante, estoy segura, ¿comprendes?, me reconoció aquel hombre que no me había vuelto a ver desde la infancia. Me sentí vivamente agradecida. Me hubiera arrodillado a sus pies y le habría besado las manos. Saqué de mi manguito aquellos billetes de banco con los que me habías ofendido y se los tiré. Me miró alarmado (en aquel instante, tengo la certeza, él comprendió más de mi vida que cuanto hayas aprendido tú de ella a lo largo de toda tu existencia). Todo el mundo, todo el mundo me ha querido; todos me han abrumado con su cariño y amabilidad. Unicamente tú, sólo tú, tú, me has olvidado. Tú, solamente tú, has dejado de reconocerme.

 

5.QUINTO TIEMPO

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