Todo era nebuloso y confuso. Me dirigía a ciegas, y a tientas, hacia esa figura esbelta que me miraba entristecida, con lágrimas de mármol esculpidas en sus apenados ojos. Parecía como si su anterior esplendor hubiera desertado para siempre de aquel semblante petrificado. De pronto bajé la vista y fui consciente de que todo a mi alrededor era bullicio y alharaca en medio de aquella turba en la que se entremezclaban dos colores amenazantes. Estaba paralizado, quería hablar pero ningún sonido salía de mi dolorida garganta, reseca por la ansiedad del cuadro que contemplaba atónito. El griterío circundante crecía sin cesar, subiendo de intensidad hasta hacerse completamente perceptible, como el lejano zumbido de un enjambre anunciando un ataque inminente. Yo también gritaba a mi vez suplicando que se callaran de una vez, que no profanasen la imagen sagrada y abandonaran inmediatamente aquel lugar que nada tenía que ofrecerles en realidad y del que tampoco podrían esperar consuelo alguno cuando llegasen, que llegarían, momentos menos dichosos. Y cuanto más me esforzaba en lograr un resultado, más impotente me sentía y menos fuerzas conservaba para proseguir mi desesperado esfuerzo liberador. La angustia me atenazaba y la parálisis de todos mis sentidos estaba cada vez próxima… como una sinfonía chirriante, las miles de voces emitían un estruendo agudo, extremadamente desafinado y molesto, himplando al unísono hasta lograr que aquella cacofonía furiosa devorara cualquier otro sonido circundante.
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